De vez en cuando me acuerdo de ella. En mi escritorio hay una foto que me hace revivir uno de los momentos más bonitos de mi vida. Ahora, lector, dirás: su madre, su hermana o su novia. No, la foto que me acompaña mientras escribo es la de una vieja adorable de cabellos blancos a la que conocí en el ocaso de su vida. A pesar de haber dicho vieja y ocaso en la misma frase, puedo asegurar que jamás conocí a nadie tan vital. Ana María Matute vestía de negro aquella mañana en la que me dieron el Premio Primavera de Novela por La noche soñada y yo de gris. Así aparecemos en la foto de mi escritorio. Yo andaba lloriqueando como un niño en la mañana de Reyes porque mi libro, cargadito de dolor en sus trescientas páginas, pasaba a la historia del premio literario de Espasa. En el taxi en el que me llevaban a la entrega del galardón me mareé, no vomité; pero aguanté los nervios de la mejor manera que sabemos los escritores: masticando palabras. 

Ana María Matute será desde aquel día la mujer con la que me tomé unos vinos y charlé de Errol Flyn. A ti te gusta Ava Gardner, me dijo. En mi novela aparece la actriz porque vivió durante un tiempo en España y porque rodó una película en la Costa Brava. ¡Qué tiempos aquellos!, suspiró Ana María. Yo, que suspiraba por ella, dije que sí. Me vi en sus ojos como cuando miras a una madre y te hace bello. La cogí de las manos arrugadísimas y la abracé para quedarme siempre a vivir en su olor. Estaba radiante, luminosa como las niñas de sus libros y tenía la profundidad de la mirada que mezcla dolor y vida, como la canción de Bola de Nieve.

Mientras el barullo de periodistas comía canapés y se hacían preguntas sobre el periodista que había ganado el premio, Ana María y yo charlábamos de Errol y de Ava con dos copas de vino blanco. Habría ido corriendo a mi casa para traer todos sus libros y que me los firmara, pero el santimbanqui y la condesa nos tenían absortos en palabras. Yo, que siempre fui de sentarme con mi abuela a charlar, volví a sentir ese cariño. Ella, a las preguntas de los reporteros, dijo que los personajes de mi novela eran herederos de los de Dickens y otras cosas que, por pudor, no escribiré aquí. Pero cuando ella misma recibió muy emocionada la medalla de la UIMP de manos de su rector, José Luis García Delgado, dijo: “Estas cosas me llegan al corazón y lo primero que pienso es que no me las merezco, pero tampoco me merezco mi última operación de vesícula ni ir con la garrota por el mundo”.

Por eso le he dedicado mi última novela, porque me trajo la primavera. No sólo el premio, sino también una forma muy especial de ver la vida. Ella era contagiosa. Arrastraba la garrota pero también un montón de estrellas. Una niña con edad. Una mujer que se inventaba la vida para hacerla verdad. Es lo que nos toca, inventarla.