El rey puede presionar a Mariano Rajoy o a Pedro Sánchez para que intenten formar un Gobierno. Puede promocionar a Pablo Iglesias o a Albert Rivera. Puede llamar a otra persona que no se haya presentado a las elecciones. Puede permitir que las negociaciones sigan durante meses o forzar a los líderes para que empiece ya a correr el tiempo y sea más probable la convocatoria de nuevas elecciones.

Su poder ahora no tiene límites, según el artículo 99 de la Constitución española, la única y escasa guía en estos días de tumulto. “El rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”, dice el texto, que el reglamento del Congreso tampoco desarrolla.

Para su propuesta de candidato, el rey no tiene ningún plazo ni ninguna orientación de tiempos o preferencias en el orden de llamada. Sólo tiene que “consultar”. Hasta estas elecciones su misión era un ejercicio protocolario sin valor. Pero de repente el rito se ha convertido en sustancia. La fragmentación del Parlamento indica que así seguirá en los próximos años ahora que España se parece más a la mayoría de los países europeos.

En Bélgica, donde también el rey tiene un papel en las negociaciones de Gobierno, existe una figura política que sirve como intermediario: el “informador”. El informador es un político que habla con los partidos antes de que el monarca nombre a un “formador” con capacidad de construir un Gobierno.

En Reino Unido, el país de las reglas no escritas, la reina pide que haya un acuerdo entre partidos antes de que vayan a ella si es que no hay una mayoría clara. En el momento más difícil, tras las elecciones de 2010 que acabaron en coalición, el secretario real actuó como un “súper-periodista” recogiendo información para saber lo que se le vendría encima a la reina, obsesionada por mantenerse al margen y esperar. La angustia británica sólo duró cinco días, lo que tardó en negociarse la coalición de Cameron y Clegg.

En España, hay demasiado margen en la ley y los líderes políticos no parecen tener prisa por acotarlo con los hechos. Darle tanto poder al rey en un momento delicado cuestiona la legitimidad de una institución anti-democrática por naturaleza.

La exposición de Felipe VI tampoco conviene a los monárquicos. Cualquier paso en falso le puede quemar. Cualquier elección se puede interpretar como partidista. Cualquier espera, como una dejación de responsabilidades. O faltan reglas o sobran ritos.