A estas horas no queda nadie en el mundo que no haya visto la foto terrible de la chica de Nigeria que vive en una palangana. He pasado más de treinta minutos mirando esa imagen de la agencia Reuters intentando adivinar la vida de Rahama, que lleva 19 años existiendo sin cuerpo. He escrito ocho novelas de adultos y tres para niños, he inventado vidas para más de cien personajes, levanté casas y barcos y trenes y hasta una ciudad entera, pero mi imaginación supuestamente fértil se atasca ante los ojos inmensos de esa chiquilla a la que la suerte le ha negado el mínimo necesario para llevar una vida lejanamente normal. Como si un dios cruel hubiese querido darle un premio de consolación, Rahama es muy guapa. Tiene la mirada profunda, las cejas perfectas, la nariz insolente y una sonrisa intensa de labios gruesos. Y además emerge de la tragedia de su existencia diaria para recordarnos que tiene suerte de estar viva.

Rahama no puede andar, Rahama no puede tener amigos, Rahama nunca fue al colegio, Rahama vive en una palangana y reclama para sí la condición de afortunada, y siento una oleada de bochorno. En los últimos quince días yo he encontrado motivos para quejarme por cosas que Rahama ni siquiera sabe lo que son: la vida de esta niña cabe en un cubo de plástico que su hermano llevaba en la cabeza hasta que alguien caritativo quiso poner un parche a la desdicha y le compró una silla de ruedas. Desde allí Rahama me mira con unos ojos en absoluto amenazadores y me pone de frente a un montón de contradicciones, de mezquindades, de injusticias. La escucho reclamar para sí la condición de persona agraciada y me pregunto en qué momento perdí de vista que fue un simple giro de la rueda lo que evitó que yo viviese en un rincón del mundo comandado por la miseria más atroz. O que sólo un guiño del destino me hizo nacer sana en vez de enferma.

Miro a Rahama y miro dentro de mí misma y noto un confuso sentimiento de culpa y de vergüenza que se aliviaría si pudiese hacer algo por esa chica, esa chica sin cuerpo que nos recuerda que seguir viviendo ya es bastante. Hoy pienso que hay gente que lo tiene todo y se siente menos plena que Rahama. Quizá el mejor homenaje que podamos brindar a esta muchacha extraordinaria sea exprimir un poco más los dones de la vida. Y dar las gracias, aunque no sepamos muy bien a quién, y ser conscientes, cada vez que abramos los ojos, del milagro que supone el simple hecho de estar vivos.