El ciudadano medio que envuelto en el bullicio familiar de la Nochebuena buscara alguna señal potente y tranquilizadora en el primer discurso de Felipe VI al cabo de un año completo de reinado, tuvo que conformarse con las imponentes tomas del Palacio Real.

Desde el punto de vista formal fue un buen mensaje pronunciado con convicción y elocuencia. Pero a simple vista cualquiera diría que cuando el envenenado resultado electoral y la amenaza secesionista catalana han colocado a España en situación asaz peligrosa, el Jefe del Estado ha optado por camuflar en la majestuosidad del edificio que alberga la historia de su dinastía un mensaje de contenido tan razonable como modesto.

Sin embargo los exégetas de estos discursos reales no podrán por menos que reparar en un paralelismo, certero a medias, que habrá de suscitar polémica. Nos referimos al párrafo en el que, aludiendo al proceso separatista catalán en marcha, el Rey Felipe recuerda que "la ruptura de la ley, la imposición de una idea o de un proyecto de unos sobre la voluntad de los demás españoles, sólo nos ha conducido en nuestra historia a la decadencia, al empobrecimiento y al aislamiento". ¿Cuándo ha sucedido esto de forma notoria sino tras el golpe de Estado militar del 18 de julio de hace 80 años? Creemos que hubiera sido más oportuno hacer referencias explícitas a lo que está sucediendo ahora -la palabra Cataluña ni siquiera está en el mensaje- que resolverlo con una analogía anacrónica.

Más circunloquios que concreciones

El Rey debería haber hablado con naturalidad del disparate que supone tratar de fraccionar un país miembro de la Unión Europea en plena era de la globalización, de la deslealtad institucional que supone utilizar para ello dinero público y de los resortes concretos de que dispone la Constitución para evitarlo, en lugar de equiparar mediante circunloquios situaciones históricas plagadas de diferencias.

El episodio es válido en sí mismo, pero sobre todo como síntoma de que Felipe VI y su equipo aún no han encontrado el terreno adecuado para dotar a su figura de la consistencia y relevancia que tuvo la Corona en los momentos clave del reinado de su padre.

Para no incurrir en lo mismo que criticamos, es preciso aclarar que también hay muchas diferencias entre 2015 y 1978. Pero cuesta entender que cuatro días después de unas elecciones cuyo resultado, distinto a todos los demás, ha sembrado la incertidumbre doméstica y la preocupación financiera, el Rey se remita a las Cortes como "sede donde, tras el debate y el diálogo... se deben abordar y decidir los asuntos esenciales", sin hacer la más mínima mención al papel que le atribuye el artículo 56.1 de la Constitución, cuando dice que "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones".

Solo una mención a la corrupción

Si el tenor de este discurso significa que Felipe VI va a permanecer cruzado de brazos mientras transcurren y se agotan los plazos legales para la investidura, camino de unas nuevas elecciones dentro de cuatro meses en las que, con toda probabilidad, se acentuarían la crispación y el cainismo, será inevitable que muchos españoles envidien el funcionamiento de la presidencia de la República Italiana en momentos políticos equivalentes.

Tampoco deja de llamar la atención que cuando la corrupción ha sido uno de los temas dominantes de la campaña y su propia hermana está a punto de sentarse en el banquillo el mensaje apenas incluyera una referencia embozada a "las demandas de rigor, rectitud e integridad que exigen los ciudadanos".

A veces da la sensación de que al rey Felipe le escriben discursos validos para cualquier momento, circunstancia o lugar cuya principal virtualidad es llenar un espacio ritual de la mano de su agradable estampa. Pero España no vive una situación de normalidad y el de esta Nochebuena no debería haber sido un mensaje más. Con sus atinadas referencias a la Historia y su fundada apelación a la unidad y la concordia quedó claro que nuestro Jefe del Estado es algo más que un elemento decorativo en el entramado institucional, pero sus omisiones y elusiones no permiten discernir si contamos en él con ese "árbitro" y "moderador", que para momentos así concibió la Constitución.