Star Wars era entonces un milagro cinematográfico y una ventana abierta a los mundos intuidos en los cómics del estanco y en las novelas adaptadas de los clásicos de Verne, Wells y Asimov, pero todavía no se había convertido en un fenómeno del merchandising y mucho menos en una película de culto intergeneracional.

Demasiado pequeños aún para aprender de la ternura de los alienígenas de Philp K. Dick. y Ray Bradbury, las dos primeras entregas -principalmente- de la saga inaugurada por George Lucas en 1977 dio a los escolares postfranquistas otra excusa para hacer espadas de madera y escopetas de pinzas. En el tiempo feliz de las onomatopeyas de los sioux, lanzar silbidos como ráfagas de los subfusiles imperiales fue toda una revolución.

Con la mirada de entonces resultaba verosímil la posibilidad de encontrar un amigo como Chewbacca, o de entrar en un bar galáctico a beber una Mirinda con pulpos gigantes: la horripilante Princesa Leia y sus auriculares de pelo resultaban secretamente irresistibles. Puede que la filosofía jedi fuera demasiado imprecisa a los oídos de un niño, pero aquellas tizonas de luz y esas corazas del ejército imperial, que luego fabricábamos en casa con palos de fregona y tambores Colon, nos abrieron una dimensión desconocida.

En qué momento preciso todo aquello fue relegado por la mezcla de impostación, consumo y pretenciosidad en que ha derivado una muy buena parte del fenómeno Star Wars es imposible saberlo. Pero el contraste entre aquella fascinación despreocupada de los niños de los 80 y la devoción cultureta con que, años más tarde, tantos adolescentes de los 90 volvieron a acercarse a los diálogos y las aventuras de Luke Skywalker y Darth Vader vuelve a manifestarse ahora que la séptima entrega de la serie llena los patios de butacas: El despertar de la fuerza.

La mayoría de los fans de R2-D2 y Obi-Wan Kenobi esperan el estreno con la esperanza de recuperar la emoción de los primeras entregas. Esa búsqueda, que es la verdadera fuerza que ha acompañado a generaciones distintas de países diferentes en pos de un sentimiento genuino, esa pulsión heredada o íntimamente transmitida de padres a hijos, convierte a Star Wars en un clásico.

En la presuntuosidad, sin embargo, con la que tantos fatuos se empecinan en hacer de su pasión por La guerra de las galaxias una garantía de su singularidad como frikies a tener en cuenta uno sólo ve la uniformidad de los stormtroopers.

Disfrutad Star Wars, pero no os dejéis llevar a lado oscuro.