Resumen de lo publicado.-Joaquín Chapaprieta presenta su dimisión. Portela da a conocer el nuevo Gobierno.

-Muchas gracias a todos… De verdad que les agradezco el detalle.

Habían pasado pocos minutos desde que Portela diera a conocer su nuevo Gobierno y Gil-Robles ya se encargaba de abandonar oficialmente, en el palacio de Buenavista, las habitaciones personales donde tantas noches había pasado en vela trabajando. Eran las dos de la tarde del domingo, pero, pese a lo intempestivo de la hora, el personal del ministerio y los generales habían mostrado el deseo de despedirse. Tras acudir a misa y dar los generales su paseo dominical con sus respectivas esposas, habían entrado todos en el edificio con el único propósito de estrechar la mano del ministro saliente, que los recibía en el salón de ayudantes contiguo al despacho que había ocupado hasta hoy mismo. De entre los presentes, el general Franco se sintió obligado a decir unas palabras.

- Esta crisis se ha planteado con el único objetivo de eliminar a la CEDA y de obligarle a usted a salir del Ministerio –dijo, con su voz atiplada-. La traición a un partido que salvó a la República de situaciones difíciles y gobernó siempre con absoluta lealtad, es evidente… Sin su abnegación durante estos dos años, señor ministro, no habría habido Gobierno. Usted estabilizó el país en su peor momento parlamentario…

-Y nadie me lo agradecerá –murmuró Gil Rrobles con amargura.

Él estimaba haber defendido durante cuatro años, frente a las derechas, la necesidad de actuar dentro de la legalidad. Pero contra todo principio constitucional y parlamentario, con desprecio de su fuerza política y sus esfuerzos constructivos, Alcalá-Zamora acababa de entregarle el poder a un personaje tan siniestro como Portela, vinculado a los masones y al caciquismo de siempre. ¡El gran descubrimiento de don Alejandro!, pensó, recordando que era Lerroux quien había resucitado para la vida pública. De vuelta al ministerio después de su bronca con don Niceto, el jefe de la CEDA había llamado al subsecretario, general Fanjul, y este exclamó: "Si usted me lo ordena, yo me echo esta misma noche a la calle con las tropas de la guarnición. Me consta que Varela piensa como yo y otros seguramente me secundarán". Gil-Robles tuvo que hacerle ver que, aun siendo el decreto de disolución que le impedía el gobernar una suerte de golpe de Estado, aquello no era el mejor medio para evitar la catástrofe. Ya no se hacían pronunciamientos como en el siglo diecinueve y habría que contar con una fuerte reacción de socialistas y de la CNT, que se lanzarían a la calle.

Aun así, quedaron en que se consultaría al jefe del Estado Mayor Central, el general Franco, quien hizo llegar, vía Fanjul, casi de inmediato, su respuesta: no se podía contar con el Ejército, en aquel momento, para un golpe de Estado. Gil-Robles, que había pasado una mala noche, pareció paradójicamente tranquilizado. Había quemado su último cartucho, el último as que le quedaba en la manga, y en adelante ya no pensó sino en vaciar sus despachos mientras seguía, de reojo, la resolución de la crisis y el ascenso de Portela.

-Los que hemos trabajado cerca del ministro en estos meses –insistió Franco –hemos querido reunirnos hoy, en domingo, para saludar a su excelencia. Al haberse difundido la noticia, todo el personal, funcionarios y militares, ha querido participar en este sencillo acto de despedida, y se ha llenado este salón. Yo solo puedo decir que nuestro sentimiento es absolutamente sincero... Jamás el Ejército se ha sentido mejor mandado que en esta etapa. El honor, la disciplina, todos nuestros conceptos básicos, han sido restablecidos y encarnados por vuestra excelencia… No puedo hacer otra cosa, en estos momentos en que la emoción apenas me deja hablar…

Y era cierto: Franco pugnaba por controlar la emoción, y Gil-Robles tuvo que luchar para contener las lágrimas. Los dos hombres se juntaron en un abrazo melodramático.

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