Paz sí, pero no a cualquier precio. Este es el razonamiento que guía las acciones de los múltiples actores involucrados en el conflicto sirio. Una guerra en fase de metástasis en la que nadie quiere perder y en la que nadie parece capaz de imponerse totalmente. Lo que empezó como una más de las protestas populares de la primavera árabe en marzo de 2011 ha degenerado en una cruenta guerra civil de alcance regional y con implicación de los principales actores globales. Y justo cuando los intentos de resolución diplomática empezaban a tomar cuerpo en las conversaciones de Viena, el derribo del cazabombardero ruso por parte de Turquía amenaza con introducir nuevos elementos de tensión.

Este último incidente se suma a otros tres factores que en los últimos seis meses han alterado la percepción y las dinámicas del conflicto. Primero, la crisis humanitaria se ha agravado y ha adquirido una dimensión aún más dramática con cientos de miles de refugiados alcanzando –los más afortunados– las costas griegas con la idea de llegar al corazón de Europa. En segundo lugar, la irrupción de Rusia ha apuntalado de forma decisiva, tanto militar como diplomáticamente, al régimen de Bashar al Asad. Y, tercero, con los atentados de París el 13-N, Daesh (el auto-denominado Estado Islámico) ha dado un paso más en la internacionalización del terror y ha modificado la agenda de Francia y de otros estados europeos. El acercamiento entre París y Moscú es buena muestra de ello.

En su narrativa oficial, Rusia está en Siria para luchar contra Daesh y entiende que su intervención es la única legítima y amparada por la legalidad internacional. Desde un primer momento el Kremlin ha respalda diplomática y materialmente al régimen de al Asad. Lo ha presentado como un muro de contención contra el terrorismo y bombardea con tanta o más intensidad a los rebeldes que a Daesh. Pero verse inmerso en una guerra regional de final incierto no es el objetivo de Rusia. Los incentivos son escasos y los riesgos muy elevados. Así que su intervención no irá mucho más allá de apuntalar a al Asad.

Rusia protege así al último aliado incondicional que le queda en Oriente Medio y preserva su base naval de Tartús –la única fuera del espacio postsoviético y que le dota de mayor capacidad de proyección en el Mediterráneo oriental–. Pero los objetivos de Moscú van mucho más allá de Siria y el Kremlin busca, sobre todo, una carta con la que negociar su reacomodo con Occidente –con las sanciones, Crimea y Ucrania como asuntos centrales– y, en clave más amplia, forzar su aceptación como actor global indispensable. Por eso, más allá de la retórica agresiva del Kremlin (e incendiaria de sus medios de comunicación), Moscú ha reaccionado con prudencia ante el derribo del Su-24 y circunscribiéndolo, de momento, a su relación bilateral con Turquía y minimizando, así, la dimensión OTAN del asunto. No obstante, con el despliegue del sofisticado sistema antiaéreo S-400 lanza un claro mensaje a Ankara y al conjunto de la Alianza Atlántica. En su cuestionamiento del orden internacional de la posguerra fría y la hegemonía de EEUU, Rusia cuenta, además, con las simpatías y el respaldo implícito de una China que observa desde un segundo plano, pero de cerca, la evolución en Siria.

Turquía es, de todos los actores en juego, el que se juega más y también el que puede salir peor parado. Sobre todo, porque a diferencia de otras potencias regionales Turquía tiene una larguísima frontera con Siria: 822 kilómetros. Eso se ha traducido en la llegada de dos millones de refugiados; en escaramuzas fronterizas con el ejército de Asad; en el temor a que Daesh pasara a la acción en territorio turco (como finalmente sucedió en Suruç en julio y en Ankara en octubre de este año) y, no menos importante, la inquietud por la creación de un espacio auto-gobernado por los kurdos en el norte de Siria.

El gobierno turco ha sido desde el principio muy activo en la organización de la oposición política y en dar cobijo a la rebelión armada. Ha sido uno de los actores más vehementes en la denuncia de al Asad y en pedir una intervención internacional. Con la crisis de los refugiados y tras la reciente victoria electoral de Erdogan, los turcos se sentían fuertes e indispensables. Pero los atentados de París han cambiado las tornas y Ankara está visiblemente molesta por el acercamiento entre Moscú y París. Tiene miedo de que al Asad y sus aliados se salgan con la suya y, con operaciones como el derribo del caza ruso, está testando dónde están los límites y con quién puede contar.



Irán ha sido un apoyo fundamental para Damasco, antes y después de 2011. Una alianza en la que hay que incluir a la milicia chiita libanesa Hezbollah, que se articula en torno a una agenda anti-imperialista (calificada por ellos mismos como eje de resistencia) y que para Irán es clave para proyectar su poder hasta las costas mediterráneas. Para Teherán no es fundamental la supervivencia política de al-Asad pero sí el mantenimiento de un régimen amigo en Damasco.

Y es precisamente en relación a Irán como hay que interpretar la política de Arabia Saudí en Siria, compartida con algunos matices por el resto de países del Golfo. El apoyo militar y financiero a los rebeldes busca asestar un golpe al régimen de los ayatolás y no, obviamente, el florecimiento de la democracia en la región. Por eso, hasta hace relativamente poco ni saudíes ni qataríes veían con especial preocupación el surgimiento de grupos radicales sunnitas como Daesh.

En este conflicto Israel tiene una posición tan discreta que es fácil pasarlo por alto. Vive la guerra en Siria con gran incomodidad porque aunque al Asad es un rival, al menos es previsible. Además, la frontera (con los Altos del Golán ocupados por Israel desde 1967) era hasta ahora una de las más estables. Israel no puede apoyar a al Asad pero tampoco ve una alternativa clara a su régimen. Así las cosas, opta por la contención y el control de daños, esperando que sus enemigos se debiliten mutuamente y que el conflicto en Siria mantenga distraído a Hezbollah.

Estados Unidos ha intentado combinar, sin demasiado éxito, principios e intereses. Por un lado querían proteger a aquellos que en las calles de Siria pedían democracia y libertad. ¿Si habían dejado caer a su antiguo aliado Mubarak, por qué iban a ser más condescendientes con al-Asad? Pero este apoyo topa con tres límites: verse inmersos en una nueva operación fallida en Oriente Medio (síndrome Iraq), dar oxígeno a grupos rebeldes radicales que puedan girarse en su contra (síndrome Afganistán) y poner en riesgo la seguridad de Israel. En la actualidad Washington tiene como prioridad encaminar las conversaciones de Viena y, en paralelo, revertir la expansión de Daesh tanto en Siria como en Iraq.

A diferencia de Washington, la percepción europea del conflicto está marcada por la proximidad. Con la crisis de refugiados y los atentados en París se ha hecho evidente que lo que sucede en Siria tiene efectos directos para Europa. Pero los europeos reaccionan a golpe de crisis y, en su línea habitual, atenazados por las divisiones y la falta de estrategia. Francia está en guerra y busca que todos se sumen a ella. Pero no todos están igual de dispuestos a implicarse militarmente, ni todos perciben del mismo modo qué papel debe tener al Asad en el futuro de Siria, ni cómo combatir de forma eficaz la amenaza terrorista.

En definitiva, cuadrar los intereses vitales de todos los actores involucrados no va ser tarea fácil. El riesgo es que prefieran que Siria siga en llamas antes de que sus rivales se salgan con la suya.

***Nicolás de Pedro (@nicolasdepedro) es investigador principal de CIDOB.

***Eduard Soler i Lecha (@solerlecha) es coordinador de investigación de CIDOB.