Ando recorriendo el país con la promoción de una novela, mi quinta historia. Ando leyendo la prensa en trenes y aviones. Ando desayunando las tostadas en Castellón, la comida en Valencia y cenando en Murcia. Ando respondiendo en castellano a preguntas en gallego y conjugando mal los verbos en catalán. Ando con la maleta revuelta y la confusión inevitable de un catálogo de camas de hotel. Salgo de la 328 de Coruña y busco el ascensor de la 1003 de Bilbao. En Málaga, Santiago, Barcelona o Zaragoza charlo amistosamente con lectores y firmo novelas que llegan bravamente subrayadas. Ando, en fin, con ilusión.

Este país es una maravilla. Y me voy a poner turístico que es lo que me apetece en este momento de espera en un aeropuerto en el que de fondo una señora se niega a entregar el bote de champú en el control. Hago repaso a estos días de ruta para evitar el "monotema" catalán, como lo define Vila-Matas, que vuelve a la prensa.

Abordo en mi memoria. Me quedo embobado mirando las obras de la Sagrada Familia y me sorprende ya de noche la iluminada e inquitetante torre Agbar. Me da tiempo a un sándwich en la Barceloneta y hago veinte fotos al mar.

El Pórtico de la Gloria de Santiago sigue limpiándose poco a poco y, abrigado en la plaza del Obradoiro bajo una fina lluvia, dudo si me gustaba más con el verdor de antes o con la pureza de ahora; pero me quito el sombrero ante las obras que hacían en siglos pasados. Miro los relieves de Santiago y pienso irremediablemente en los azulejos que han tenido que reponer en el calatravismo valenciano. Pero es otro cantar. Y otra pasta.

Me acuesto en Coruña después de pasar por María Pita, esa plaza que es de una belleza brutal, tan atlántica y tan perfecta. Me alimento de pinchos por Bilbao y nadie recuerda cómo era la vieja ría porque hoy es fabulosa. Lo del Guggenheim es lo de menos, lo bueno es pasear la ciudad.

Zaragoza instala ya el belén en la plaza del Pilar y me cuelo por sus calles con ánimo de turista japonés, desde el Tubo al Ebro, sin parar de hacer fotos. Me despierto en Sevilla y el día es radiante, soleado, perfecto para visitar la Giralda y colarme en la pequeña plaza de Santa Marta. Como frugalmente en una terraza frente a la Alcazaba de Málaga y me arrepiento de no poder visitar tanto nuevo museo malagueño: desde el Pompidou al Picasso, lo tienen todo. Y a mi me falta tiempo.

El taxi me lleva a las entrevistas en Valencia y cruzo la Ciudad de las Ciencias, exagerada y blanca, para acabar sentado frente a la Seu después de honrar a Santa Catalina y la renovada Plaza Redonda. La ciudad ha cambiado, Russafa es ahora la estrella de la modernidad. Madrid, Castellón, Alicante, Murcia, Vigo… La maleta se abre y se cierra, cambio de habitación y de ciudad, hablo de mi libro y respondo a las preguntas de los atentados de París y del procés catalán.

Ando de gira por este país. Cambian las banderas de las plazas, cambian los adoquinados y las farolas. Se distingue el presupuesto en cada urbe. Veo pancartas en edificios públicos a favor de la pesca, de apoyo a París y de bienvenida a los refugiados sirios. Recorro en taxi, mirando con atención, los bares que abren y el comercio que despierta, voy contando los letreros de "se vende" y los de "se alquila".

Cada taxista me habla de su ciudad, de cómo cambia, de cómo está y de los miedos que tienen. ¿Qué le parecen los líderes? "Entiendo que todo ha cambiado, ahora salen con Bertín, con la Campos y con el Hormiguero. Van a todo. Me están saturando". Ellos me hacen la auténtica radiografía del país, del país entero. Me hablan de los candidatos y de sus programas, de su verborrea y de la capacidad para mentir. "Este miente bien", me dice el taxista que me acaba de dejar frente a la librería. Y mientras recojo la maleta pienso que sí, que este país merece alguien que al menos nos mienta bien.