La historia del nacionalismo catalán desde 1931 está tristemente marcada por el golpismo y la traición a la democracia. Los dos momentos clave para entender su naturaleza son 1934 y hoy. La comparación está servida.

El frente nacionalista

El proceso independentista ha sido orquestado en ambas circunstancias por coaliciones heterogéneas, cuyas divisiones internas y las disputas personales han quebrantado la unidad que precisa. En el frente nacionalista que se constituyó en 1931 bajo las siglas de ERC, liderado por Françesc Macià, y luego por Companys, se dieron cita grupos heterogéneos, desde federales y regionalistas, a independentistas, fascistas y socialistas. Algo similar ha sido Junts Pel Sí, que ha reunido a los restos corruptos y sediciosos de Convergència, con ERC, y algunos movimientos sociales subvencionados por la Generalitat. Solo hay una diferencia: ha preferido quedarse fuera la CUP, que une nacionalismo y socialismo, y que, por tanto, es equiparable al fascista Estat Català de la década de 1930, que sí estuvo en ERC.

Lo que mantuvo unido a ERC durante los años de la Segunda República fueron el fuerte liderazgo de Macià y el proceso de autonomía, que los más radicales entendieron como la vía a la independencia. La estrategia era la misma en la República que durante el régimen del 78: amagar con la proclamación del Estado Catalán, alegar el desencaje de su identidad en España y la incomprensión a su sentimiento nacional, para conseguir privilegios y acercar la independencia.

La autonomía

Los socialistas y republicanos de entonces creyeron que el Estatuto de Autonomía calmaría a los nacionalistas, como ha pasado en el régimen actual. En los dos momentos -1931 y 1978- se creyó que el nacionalismo catalán era un planteamiento progresista ligado a la defensa y garantía de los derechos individuales, de la democracia, y de cierto obrerismo o “justicia social”. Nada más alejado de la realidad.

El Estado de las Autonomías, aún sin terminar aunque han pasado más de tres décadas, ha sido para los nacionalistas una circunstancia pasajera, no una forma de convivencia, en aras a la consecución de su imperativo histórico, una especie de “unidad de destino en lo universal”; es decir, el Estado nacional propio. Ya en el debate que mantuvieron Ortega y Azaña en 1932 sobre esta misma cuestión, el primero de ellos lo dejó claro: la autonomía solo serviría para la “conllevancia” del problema, pero no lo resolvería. Así ha sido ahora también. Los dos procesos de autonomía, en consecuencia, han llegado al mismo final: la exaltación del independentismo.

Los golpes de Estado

El golpe de Companys en 1934 tenía el objetivo de rectificar la República, en aquel momento gobernada por la derecha –el Partido Radical de Lerroux y la CEDA-. No trataba de separarse de España, sino de forzar la caída del Gobierno, y por eso partidos de ámbito nacional estuvieron implicados en el golpe. Es más; Companys intentó controlar a los independentistas de Estat Català en las jornadas de octubre. Aquello fue un golpe de Estado contra la democracia que hirió de muerte a una República ya maltrecha.

Hoy es distinto. Mas, Romeva o Junqueras no son Companys, sino Macià, que sí proclamó el Estado Catalán en 1931, y están sometidos a la CUP, que impone sus condiciones. En realidad, la situación es ahora más complicada que entonces. Los dos golpes se han dado desde las instituciones: el de 1934 desde la Generalitat, el de hoy a través del Parlament, con la diferencia de que el primero hizo un llamamiento a todos los republicanos españoles, y el segundo llama a la “desconexión”, no solo con España, sino con la Unión Europea y el resto de Occidente.

La actuación del Gobierno

El gobierno de la República actuó sin dilación. Lerroux no solo encargó al general Batet el sometimiento de los sediciosos –que se habían hecho con armas-, y que lo hizo procurando causar el menor daño posible, sino que suspendió la autonomía de Cataluña sin pestañear. A continuación, detuvo y encarceló por sedición a los implicados en el golpe, entre ellos Companys y Azaña.

El presidente de la República, Alcalá-Zamora, se movió entre bastidores convencido de que el golpe no hubiera tenido lugar con la izquierda en el poder, y que estaba justificado el miedo de socialistas y republicanos a que la CEDA entrara en el gobierno. Esa actitud de Alcalá-Zamora tras la victoria de la derecha en las elecciones de 1933 favoreció el clima para el golpe del 34.

En el momento actual, el gobierno de Rajoy ha estado evitando la confrontación directa y la aplicación dura, legal y legítima de la Constitución para detener el secesionismo antidemocrático. La sentencia del Tribunal Constitucional que declaró ilegal el referéndum del 9 de noviembre pasado no se respetó, y la lentitud del gobierno de Rajoy para detener el proceso, pidiendo un informe al Consejo de Estado para luego reclamar una sentencia del Tribunal Constitucional que declare fuera de la ley la declaración de independencia del Parlament, contrasta con la rigidez y rapidez de 1934. Es curioso, pero entonces al gobierno se le calificó de débil.

La traición a la democracia

La derrota electoral de diciembre de 1933 –o la victoria de la derecha en las urnas, que tanto da-, hizo creer a republicanos, socialistas y nacionalistas que la República se había perdido, porque, a su entender, solo ellos tenían derecho a gobernar. No asumieron el resultado electoral y encauzaron sus actuaciones hacia el golpismo, traicionando así la democracia y al espíritu republicano. Tras el fallido golpe del 34, Companys se alejó de los separatistas, y alentó la formación del Frente Popular contando con los sindicatos.

Hoy, los secesionistas tampoco han asumido que perdieron el 27-S, que la mayoría de los catalanes está en contra de su proyecto, y aún así han tomado la vía golpista. Las elecciones autonómicas del 27-S fueron presentadas por los secesionistas como un plebiscito sobre la independencia, y perdieron. Pero ahí acaba la similitud. En aquel entonces, la fuerza más votada fue la CEDA, una coalición a la que disgustaba la República y que defendía un sistema corporativo muy alejado de las democracias de su tiempo. A diferencia del periodo republicano, Ciudadanos, PP y PSC son partidos leales con el régimen y sus reglas de juego, homologables con las agrupaciones políticas democráticas europeas.

Conclusión “azañista”

Ya en el exilio, Manuel Azaña, apretado tanto por los republicanos como por los franquistas, achacó el fracaso de la Segunda a los nacionalistas catalanes, entre otros, cuyas actuaciones y discursos habían marcado la marcha del régimen. A él también le cupo mucha responsabilidad en ese protagonismo nacionalista. Es indudable, que la insistencia de los nacionalistas catalanes desde 1977 en las mismas maneras y propósitos, reivindicaciones y tópicos, ha determinado los acontecimientos de estos últimos 37 años. La Historia dirá.

***Jorge Vilches es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid