"Ay de la generación cuyos jueces han de ser juzgados".

(El Talmud. Ruth rabbà, 1).

Esta tribuna viene a cuento de la decisión del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de aceptar las recusaciones de los jueces Concepción Espejel y Enrique López, miembros del tribunal que enjuiciará el asunto Gürtel-Epoca I. El acuerdo fue tomado por 18 de los magistrados y según las crónicas judiciales el incidente se dilucidó con algunos votos discrepantes del a la recusación: ocho en el caso de la señora Espejel; cuatro en el del señor López.

En el momento que escribo estas líneas no he leído los autos que estiman las recusaciones, pues están pendientes de redacción. De ahí mi disposición a cambiar de opinión en el caso de que los argumentos que se expongan me convenciesen. Hecha la advertencia, creo que si de lo que se trata es de proteger la imparcialidad judicial porque, recordando a Plutarco, "la mujer de César debe estar por encima de la sospecha", la noticia no es mala.

Ahora bien, si sus señorías han sido retiradas de la circulación porque fueron miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a instancias del partido -el PP- que, con mayor o menor intensidad, tiene interés en aquel procedimiento judicial, entonces la cosa resulta peor, pues en el fondo la culpa es de un sistema de elección de los miembros del CGPJ que, día tras día, echa tierra sobre la fosa de Montesquieu y despoja de su venda a esa señora llamada Justicia. Mientras los políticos y profetas judiciales se entretengan en clasificar a los jueces en progresistas, conservadores, moderados y mediopensionistas, para, a renglón seguido, colocarles en sus ruedas de poder, la Justicia no tendrá cura.

Pero hay algo más. Que dos magistrados sean apartados de sus funciones jurisdiccionales por haber llegado al CGPJ a propuesta del PP, encierra una idea tan errónea como peligrosa: la de que los vocales del órgano de gobierno de los jueces que constitucionalmente han de pertenecer al escalafón de la carrera judicial -12, de 20- no puedan volver a ejercer como tales, cosa que se opone a la previsión del artículo 122 de la Constitución.

De aceptar esta tesis, los jueces y magistrados que accedieran al CGPJ para representar a la carrera judicial tendrían que abandonarla. También que mañana sean excluidos otros al estar contaminados porque también fueron vocales del CGPJ pero en representación de distinto partido. No digamos por haber ejercido cargos políticos; ejemplo, director director general de un gobierno central, autonómico o local, sea de las siglas que sea.

Soy un firme convencido de que la imparcialidad de los jueces es una de las garantías básicas del proceso (artículo 24.2. CE) y hasta diría que la primera de ellas, como lo soy de que además de la "imparcialidad objetiva" por la que se asegura que el juez se acercará al thema decidendi sin haber tomado postura previa en relación a él, la "subjetiva" garantiza que el juez no ha mantenido relaciones indebidas con las partes.

Ahora bien, precisamente por esto, para que un juez pueda ser apartado del conocimiento de un proceso, es necesario que las dudas se apoyen en datos que permitan temer fundadamente que el magistrado no va a utilizar como criterio de juicio el previsto en la ley, sino otras consideraciones ajenas al ordenamiento jurídico. No basta con que los recelos o sospechas sobre la imparcialidad del juez surjan en la mente de quien recusa, sino que es preciso determinar si las mismas alcanzan una consistencia tal que autoricen afirmar que se hayan legítimamente justificadas. En palabras del Tribunal Constitucional (SSTC 162/1999, de 27 de septiembre; 69/2001, de 17 de marzo; 5/2004, de 16 de enero)  -y recuérdese que en el año 2013 rechazó la recusación de su presidente que incluso había sido militante del PP-, en la medida que las causas de recusación conducen a apartar del caso al juez predeterminado por la ley, la interpretación de su ámbito ha de ser restrictiva y vinculada al contenido del derecho a un juez imparcial.

A partir de estas premisas, la separación de doña Concepción Espejel y don Enrique López, al igual que las pretensiones de los recusantes, no descansa en razones estrictamente jurídicas, ni en temores fundados, ni en sospechas objetivas, y sí en meras intuiciones o, si se prefiere, en simples miedos injustificados. Ninguna de sus señorías ilustrísimas han dado muestras de temores de falta de imparcialidad. Es más; creo que los dos, como es norma entre la mayoría de los jueces españoles, de haber tenido la menor duda acerca de las tachas formuladas por los recusantes habrían hecho lo que la ley dispone que se haga en estos casos: abstenerse del conocimiento del asunto sin esperar a que se les recusara. La imparcialidad como manifestación de la independencia es noción que, por pertenecer al patrimonio moral del juez, no admite imposiciones, ni barreras. Nada como la conciencia del juez para distinguir la linde de lo que se debe y puede hacer.

Si hay una materia en la que puedo decir que soy "ducho en el oficio" es en ésta de la "imparcialidad judicial", pues fueron bastantes y no pacíficas las escaramuzas que hace años, con ocasión de un sonado litigio, tuve con recusantes de profesión. No es cuestión de hablar de aquel procedimiento, pues ni hace al caso, ni merece la pena desempolvar viejos pleitos, pero una lección que aprendí en aquel lance fue que creer a ciegas en la imparcialidad judicial tal vez sea elevar al rango de dogma de fe lo que es obra de seres humanos. Pero aparte de esto, también llegué a la conclusión de que desconfiar de los jueces sin más, significa renunciar a la democracia. Los magistrados apartados, lo mismo que sus compañeros, están donde están para hacer justicia, no para prestar servicios ni dejar que sus espíritus sean invadidos por ideas preconcebidas.

Nietzche afirmaba que "si Dios existiese, a sus enemigos los haría jueces", a lo que yo -y motivos suficientes para hacerlo no me faltan- añadiría que juzgar es sufrir. Lo peor es que si las cosas terminan yendo como algunos irresponsables quieren que vayan, juzgar será morirse poco a poco. Y, lo que es peor y para mayor escarnio, morir sonriendo al recibir las estocadas de los tirios que juegan con las cartas marcadas y de los troyanos que emplean armas prohibidas porque, según sus propias leyes y, pase lo que pase, jamás pueden perder. Menos mal que el supremo fin de dar a cada uno lo suyo se dibuja, día a día, con los esfuerzos de muchos y grandes jueces que trabajan con un entusiasmo y una fe ejemplares.

Otrosí digo: Vista la actitud de los recusantes, cuya filias y fobias políticas no disimulan, y también la posición mantenida por las funcionarias del Ministerio Fiscal -no tan aséptica como se quiere aparentar-, quiza no estuviera de más recordar que en este asunto Gürtel ha habido episodios procesales, sobre todo en sus inicios, de muy dudosa legalidad, en los que quienes claman por una imparcialidad a ultranza guardaron buen silencio ante comportamientos judiciales clamorosamente contrarios a una justicia recta e imparcial.

Segundo otrosí dirigido al señor Vidal-Folch, de nombre Xavier, autor de recientes diatribas contra jueces y no jueces que piensan de forma diferente a él y, encima, lo hace con trazas de leguleyo. En la conciencia de los hombres de leyes hay una norma de derecho natural de la que, en sano juicio, jamás debe abdicarse: la razón no existe para violentar al oponente su razón. Quemar a los jueces es subterfugio demasiado ingenuo, caduco, ineficaz y prescrito. Guárdense en el pozo más hondo las lenguas de azufre, los cantos rodados y las teas ardiendo. Y, por supuesto, las plumas de alquiler.

*** Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.

*** Ilustración: Miss Pipe.