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El presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, reiteró ante la Asamblea General de la ONU el rechazo de su Gobierno a los atentados del 7 de octubre de 2023 y la necesidad de que Hamás entregue las armas y no forme parte del futuro de un potencial Estado palestino.

No es la primera vez que el líder de Fatah y de la OLP condena la masacre de Hamás y a nadie debería extrañarle: al fin y al cabo, Fatah y Hamás llevan en guerra civil desde hace casi veinte años y las acciones de los terroristas en ningún caso cuentan con el apoyo del Gobierno de Ramala.

La diferencia es el contexto. No solo el hecho de que se haga en un foro tan público como las Naciones Unidas, sino que se haga en un momento en el que la cuestión palestina vive un resurgir diplomático.

La tesis de Benjamin Netanyahu por la que cualquiera que apoye un Estado palestino está en realidad apoyando a Hamás, apoyando el terrorismo y atacando a las víctimas, cae por su propio peso.

Los países que van reconociendo uno a uno un Estado palestino que aún no existe —sobre esa ironía se podría debatir extensamente— lo hacen en un intento de reforzar a Abás frente a los terroristas.

Netanyahu, enemigo acérrimo de Abás, y consciente de que la Autoridad Palestina es el único germen posible de un Estado que él rechaza de plano, es de los que más hizo en su momento por avivar ese enfrentamiento interno palestino.

En su visión del mundo, dejar que Catar, Turquía e Irán apoyaran económicamente a Hamás le hacía la vida imposible a Fatah, dividía el territorio reconocido por la ONU en dos regiones irreconciliables —de un lado, Gaza; del otro, Cisjordania— y le permitía lidiar por separado con dos rivales en teoría debilitados: a Hamás, le plantó un muro que, a la larga, ha servido de poco; a Fatah, le llenó Cisjordania de colonos apoyados por la ultraderecha.

Las malas relaciones con Arabia Saudí

La tesis de que un futuro Estado palestino debe ser un Estado sin terrorismo la comparte Abás con los demás países de la Liga Árabe, que ya se expresaron en ese sentido el pasado verano. Ahora bien, la propia condena evidencia una triste realidad: la impotencia de Abás para gobernar el territorio que le corresponde a su nación según los tratados de Oslo y las distintas resoluciones de la ONU.

Abás es un hombre anciano, que cumplirá los noventa años en breve, con una reputación de corrupto que le hace impopular entre su propio pueblo y que ha sido incapaz de impedir por un lado el avance israelí y la expulsión de palestinos de Cisjordania y, por otro lado, las barbaridades terroristas de Hamás.

Es imposible poner en manos de alguien así el futuro de un Estado y, sin duda, el futuro palestino pasa, primero, por un cambio en el poder en Israel —los laboristas sí creen en la solución de los dos Estados— y una involucración mayor, en lo económico y en lo político, de los países árabes.

Aquí llega otro de los problemas de Abás: su mala relación con Donald Trump y con Mohamed bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudí, encargado en la práctica de la política exterior de su país.

MbS, como se le conoce en los círculos diplomáticos, ya mostró hace varios años su enfado con Abás por su negativa a aceptar ningún acuerdo, fuera el que fuera, insinuando que su país podría desligarse de la lucha por la independencia palestina si mantenía esa intransigencia.

Tuvo que ser el rey Salman bin Abdulaziz, en primera persona, quien rectificara las palabras de su hijo y afirmara el compromiso de su país con la causa palestina.

Ahora bien, no deja de ser sospechosa la falta de reacción en el mundo árabe ante lo que está pasando en Gaza. Mientras en buena parte de Occidente se habla de genocidio y se presiona a Israel, los países árabes siguen manteniendo una excelente relación con Estados Unidos y ni los Emiratos Árabes Unidos ni Baréin se han planteado invalidar los Acuerdos de Abraham y romper relaciones con Israel.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Reuters

El papel de Donald Trump

Los problemas con Trump vienen del primer mandato del neoyorquino, cuando decidió, siguiendo su promesa de campaña, trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, reconociendo de facto la ciudad santa como capital de Israel.

Ese movimiento diplomático hizo que la Autoridad Palestina rompiera por completo sus relaciones con la Casa Blanca, que a su vez congeló las negociaciones y ayudas a Ramala. Los dos líderes se pasaron tres años sin verse y sin hablar siquiera por teléfono.

En ese sentido, es difícil que Abás, precisamente, pueda convencer a Trump de la necesidad de un Estado palestino. Aunque el presidente estadounidense confiara varias veces a su entorno que era más fácil llegar a un acuerdo de paz con Abás que con Netanyahu, lo cierto es que su relación personal tiene difícil arreglo… y con Trump, las relaciones personales lo son todo.

En su primer mandato, aseguró que creía en la solución de los dos Estados… pero matizando que ambos tenían que ponerse de acuerdo, es decir, dejándolo en la práctica en manos del Gobierno de Israel.

Ahora, ocho años después, Abás afirma la voluntad de la Autoridad Palestina de buscar una salida diplomática al conflicto con la ayuda de Francia, Arabia Saudí y Estados Unidos.

El presidente francés Emmanuel Macron ha sido siempre un aliado de Fatah y su país acaba de reconocer un Estado palestino que, como decíamos, hay que entender que estará controlado por Abás o, preferiblemente, por una figura árabe que aporte consenso y garantías de seguridad a su vecino.

Arabia Saudí tendrá que poner mucho de su parte, tanto en lo económico como en lo político. Uno de los sueños de Netanyahu (y de Trump) es añadir al reino saudí a los Acuerdos de Abraham, algo que estaba a punto de hacerse justo antes de los atentados de Hamás… y no es casualidad que así fuera.

Si MbS se plantea en serio la negociación con Israel y arrastra a su buen amigo Trump, el Estado palestino podría volver a ser una aspiración realista. Mientras tanto, lo que quedan son buenas intenciones y lamentos. Casi ocho décadas de refugiados.