Nueve días después del ataque estadounidense sobre los laboratorios de enriquecimiento de uranio iraníes, siguen sin estar claras las consecuencias. Aunque el presidente Donald Trump insista en hablar de “destrucción total” y de una presunta renuncia del régimen de Teherán a seguir con su programa nuclear en los términos anteriores al bombardeo, lo cierto es que faltan evidencias acerca de hasta qué punto esa destrucción es total o parcial y en qué afecta al futuro nuclear iraní.
El pasado domingo, el director general del OIEA, la organización dependiente de la ONU encargada de inspeccionar los avances nucleares del régimen de los ayatolás, aseguraba en la CBS que “siendo honestos, no se puede asegurar que todo haya desaparecido y que no quede nada ahí”.
Si, en un principio, los informes de la inteligencia estadounidense hablaban de que Irán podría retomar el enriquecimiento de uranio en cuestión de semanas –informes que la Administración Trump nunca dio por buenos–, el OIEA habla ahora de meses para reconstruir los laboratorios.
¿Qué quiere decir eso? Básicamente, que el problema no está zanjado, por mucho que Trump lo repita. Los ataques con hasta catorce bombas antibúnker a los tres principales laboratorios subterráneos han provocado unos daños gigantescos, eso es indudable, pero no parece que hayan sido lo suficientemente devastadores como para acabar por completo con un programa nuclear que estaba de lo más avanzado.
De hecho, durante años, la Administración de Joe Biden temió que un ataque a medias pudiera convencer a Irán de la necesidad de armarse cuanto antes con un artefacto nuclear. Por eso intentó disuadir a Israel de incluir esas instalaciones en sus bombardeos.
Dicho esto, hay que tener en cuenta que la Administración Biden pecó a menudo de una excesiva inocencia. Lo más probable es que Irán ya tuviera en mente la construcción de esa bomba nuclear sin necesidad de que nadie le provocara.
Lo que sí se puede criticar de la acción estadounidense es una cierta sensación de premura, de una urgencia no demasiado justificada, y que puede confundirse con la improvisación o la necesidad de apuntarse una victoria ante el éxito de los bombardeos israelíes sobre Teherán.
Amenazas al New York Times y a la CNN
Porque el caso es que la insistencia de Trump corre el riesgo de convertir una operación sin duda brillante y provechosa en un fracaso a poco que se demuestre que el daño no fue tanto como él mismo asegura. El presidente no solo ha criticado los informes de distintos países europeos o de otros organismos internacionales, sino que amenazó el pasado domingo con poner una demanda al New York Times y a la CNN por citar el informe de la Agencia de Inteligencia del Pentágono en el que se dudaba de la destrucción absoluta.
Según Trump, ambos medios habrían puesto en peligro la seguridad nacional del país con estas filtraciones y podría exigir a ambos medios que revelen sus fuentes, lo más sagrado que tiene un periodista. En una entrevista concedida a FOX News, el presidente insistió en esta cuestión, que calificó de sentido común: “Tenemos que hacer algo así y sospecho que acabaremos haciéndolo”.
Hablamos del mismo hombre cuyo consejero de seguridad nacional coordinó los planes de ataque contra los hutíes a través de la aplicación Signal, de uso público, en conversación a la que estaba invitado por accidente un periodista de The Atlantic.
Como Trump no da puntada sin hilo y no deja oportunidad sin aprovechar, se puede pensar que la coartada de la seguridad nacional acabe convirtiéndose de hecho en una persecución a la prensa libre, uno de los mayores activos de la democracia estadounidense a lo largo de su historia.
La posibilidad de perseguir judicialmente a los medios que le lleven la contraria, incluso aunque citen fuentes de la propia Administración supondría un durísimo golpe contra la libertad de prensa, mucho mayor, desde luego, que la amenaza que pretende evitar.
La reforma de Pam Biondi
En esto, hay que tener en cuenta que, mientras Trump intenta arreglar el mundo con sus aranceles, sus bravuconadas, sus ataques y sus alianzas, sabe que su futuro político depende de lo que haga en los propios Estados Unidos, donde empieza a haber una lógica inquietud dentro del movimiento MAGA.
Al fin y al cabo, Trump prometió durante años que su política iba a ser la de la no intervención y la de colocar a “América primero” en todas las cuestiones. Eso no es compatible con coquetear con una guerra con Irán y poner en riesgo a los miles de soldados estadounidenses distribuidos por distintas bases de Oriente Próximo.
Por eso, de vez en cuando, hay que azuzar el odio interno para tener al electorado contento.
Hace dos semanas, la excusa fue la inmigración y el enemigo, el estado de California, con su gobernador demócrata, Gavin Newsom, al frente. Era obvio que no había una emergencia de seguridad en California o desde luego nada que no pudiera controlarse desde el mismo estado, sin necesidad de mandar a la Guardia Nacional ni a los marines, pero Trump prefirió intimidar a Newsom y, de paso, probar los límites de su autoritarismo.
La persecución al Times y a la CNN, dos de los demonios del presidente desde el inicio de los tiempos, parece otra manera de medir sus fuerzas y de agradar a los sectores más agresivos del movimiento MAGA.
Ya en abril, el Departamento de Justicia y la fiscal general Pam Biondi anunciaron su intención de “no tolerar filtraciones no autorizadas que pongan en riesgo las políticas del presidente Trump, victimicen a las agencias gubernamentales y causen daño al pueblo americano”. Un cajón de sastre para justificar cualquier tropelía contra los medios, vaya.
Y esa tropelía puede estar más cerca que nunca si dichos medios se “empeñan” en informar de lo que pasa o no pasa en Irán. Desde el registro de los teléfonos de los periodistas a una posible detención, todo valdría para averiguar el origen de las filtraciones.
En otras palabras, el objetivo parece ser acabar con cualquier posible “Garganta Profunda” o, por lo menos, que si alguien quiere contarle algo comprometedor a la prensa se lo piense dos veces.
