Pintadas con los mensajes de "las mujeres son la revolución" y "no emigraré" me dan la bienvenida al norte de Siria. Pero no parece, en principio, un lugar en guerra. A los lados de la carretera se extienden campos de trigo y olivos. A pesar de todo, Siria sigue teniendo el olor a tierra fresca y a pan recién horneado que recuerdo de mi infancia.

Sin embargo, al rato empiezan a aparecer en el camino los carteles con las fotografías de los que han muerto en los combates. A partir de entonces, todo recuerda al conflicto: el gran muro construido para separar el norte de Siria de Turquía, los boquetes dejados en las paredes por las bombas, los edificios derruidos, las aldeas, e incluso las ciudades, arrasadas…

Nos dirigimos al hospital Tal Abyad, en la gobernación de Raqa, al sur de la frontera con Turquía. El centro fue alcanzado por los bombardeos y durante un par de meses apenas pudo funcionar. Su estructura fue dañada y la mayor parte del equipo médico saqueado. Médicos Sin Fronteras (MSF) presta apoyo a las salas de pediatría y maternidad y al quirófano. Hasta allí llegan pacientes de ciudades y pueblos cercanos, pero también desde lugares que están hasta a 120 kilómetros de distancia, como Raqa, Deir Ezzor y Al Tabqa.

“Estaba jugando con una batería que encontró en el jardín”, cuenta. Pero era en realidad una trampa explosiva.

Las calles colindantes al hospital están llenas de escombros y hay edificios a medio reconstruir. También sorprende la cantidad de perros callejeros que hay. Tiene su explicación. Los sirios que vivían en esta zona eran en su mayoría agricultores. Muchos de ellos tenían ovejas u otro tipo de ganado. Y también uno o dos perros para proteger los animales. Cuando huyeron de los combates, hubo campesinos que dejaron atrás los rebaños y los perros. Pensaban que regresarían a los pocos días. A las pocas semanas, a lo sumo. Pero no. Así que cuando se quedaron sin comida empezaron a devorar los cadáveres que quedaban tirados. Ahora esos perros siguen vagando por las calles y son peligrosos. Pero como nos dijo uno de los habitantes del barrio, no podemos matarlos, ya tenemos bastantes muertos en este país”.  

Ya en el hospital, hablo con uno de los médicos. Él es de Raqa. Huyó de allí porque no había suficiente material médico ni equipos en la zona para continuar con su trabajo. Solía haber más de 60 cirujanos en esa ciudad. Ahora sólo quedan tres, dice. Decidió asentarse en Tal Abyad porque hay un número limitado de personal médico y las necesidades son extremadamente altas. Según me cuenta, reciben casos de emergencia y quirúrgicos todos los días. Relacionados con la guerra o no; pero la mayoría son heridos por artefactos explosivos, minas y trampas.

Como el niño que encuentro tumbado en una cama de la sala de rayos X. Uno de sus ojos está cubierto con un vendaje blanco, tiene heridas por todo su cuerpo y su camisa está llena de manchas de sangre. Pregunto al médico sobre el chico, pero responde el padre con lágrimas en los ojos. “Estaba jugando con una batería que encontró en el jardín”, cuenta. Pero era en realidad una trampa explosiva.

Esta guerra es injusta. Injusta para él y también para toda su generación.

Tiene ocho años y ha perdido el ojo. Tiene además una lesión abdominal y heridas de metralla en toda la parte superior de su cuerpo. Al parecer, su hermana menor estaba de pie junto a él, pero sus heridas no fueron tan graves, me cuenta el padre. La familia es de Tishreen, un área en la que hasta hace poco había combates. Ahora está llena de minas y restos de municiones sin explotar. Esta no es la primera vez que un niño en la ciudad ha sido herido por un artefacto explosivo.

El pequeño necesitará cirugía ocular. Y esa cirugía no está disponible en Tal Abyad, por lo que tendrá que ser transferido a Qamishli o a un hospital fuera de Siria. Ése en el mejor de los casos, claro. Pues si su familia no puede permitirse ese gasto, el niño vivirá con esta lesión por siempre. Esta guerra es injusta. Injusta para él y también para toda su generación.

El personal médico y los equipos de MSF no dan abasto tratando desesperadamente de que el hospital sea todo lo funcional posible para una zona de guerra, donde los suministros médicos y los equipos pueden tardar años en llegar, donde los retrasos y carencias son el pan de cada día. Como las vacunas. El principal desafío que enfrentan los equipos de vacunación aquí es que a veces las vacunas son limitadas. Y los más perjudicados por ello, los menores de cinco años de los pueblos que rodean a Tal Abyad, que es adonde se desplazan los equipos de vacunación de MSF.

Trabajan en el centro un día a la semana y el resto del tiempo se desplazan a estos lugares con clínicas móviles. Los equipos están formados por tres personas que en cada jornada vacunan a unos 100 niños en cada uno de los pueblos que visitan. Algunos de los críos no han sido vacunados antes, ya sea por la falta de vacunas o porque los padres no son conscientes de la importancia de éstas para la salud de sus hijos.

Las salas de hospitalización están repletas. La mayoría están dormidos. Me acerco a uno de los pocos que están despiertos. Me percato de que a este joven le han tenido que amputar una pierna. Una casa fue bombardeada en un ataque aéreo. La ofensiva acabó con la vida de 14 miembros de una familia. “Un amigo se enteró y vino a buscarme a casa”, cuenta el joven. “Necesitábamos ver si podíamos salvar a alguien”, añade. Los dos chicos subieron a la bicicleta de este joven y pusieron rumbo al lugar bombardeado. “Fue entonces cuando una mina explotó debajo de nosotros. Mi amigo quería salvar vidas, pero perdió la suya”.

Un largo silencio llena la habitación. Es sólo un día en un hospital en el norte de Siria. ¿Cómo habrán sido estos siete años de guerra?