Las claves
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Son los que esperan con una fotografía entre las manos en cada intercambio de prisioneros de guerra: la abrazan contra su pecho hasta que llegan los soldados que acaban de ser liberados, y entonces alzan los brazos para mostrársela mientras gritan sus nombres, con la esperanza de que alguno de ellos los reconozca.
Son las familias de los desaparecidos en combate y la mayoría no saben si sus hijos, sus padres, sus maridos están vivos o muertos.
No les importa pasar horas de pie bajo la lluvia del otoño, bajo el hielo del invierno o bajo el sol abrasador del verano. Cada vez que se produce un intercambio de prisioneros –y ya van más de 60 desde que comenzó la guerra– cientos de familiares se desplazan hasta el hospital donde reciben a los ucranianos que vuelven del cautiverio.
Estos recién liberados son casi su única esperanza de conseguir una prueba de vida, alguna información sobre el paradero de sus seres queridos. Y cuando se produce el milagro, cuando alguno de ellos reconoce los rostros que están en esos retratos –aunque la mayoría ha perdido tantos kilos durante el cautiverio que cuesta reconocerlos– devuelven la esperanza a toda Ucrania.
Una joven ucraniana acude a un intercambio de prisioneros de guerra buscando información su prometido, que ha desaparecido en combate.
“Tengo en las manos la foto de mi hijo, se llama Oleksander. Es médico veterinario, pero se alistó los primeros días de la invasión y sirvió como médico de combate en la 30.ª Brigada del Ejército”, relata Iván, un hombre de 73 años, que se aferra al retrato de su hijo mientras habla.
“Desapareció en mayo de 2023, cuando los mercenarios del grupo Wagner entraron en la ciudad de Bajmut. Sus compañeros lo vieron por última vez en las posiciones de combate, y después de eso no tuvimos más noticias”. La serenidad con la que habla este padre, que se niega a perder la esperanza, contrasta con sus ojos llenos de lágrimas.
“Esperamos que esté vivo, pero no tenemos confirmación de que esté en el cautiverio. Los rusos no dan ninguna información. Así que venimos aquí y entregamos las fotos a los chicos que han sido liberados”, prosigue, mientras muestra una bolsa llena de copias de la fotografía de su hijo. “Espero que alguno lo reconozca”.
Familiares de prisioneros de guerra y desaparecidos en combate ucranianos acuden a un intercambio buscando información de sus seres queridos y mostrando sus retratos.
Raquetas de bádminton
Otras madres se acercan a Iván durante la entrevista. Ellas también quieren hablar de sus hijos, explicar dónde desaparecieron y mostrar sus fotografías. Todas abrazan los retratos; algunas han hecho pancartas con ellos y otras incluso los han serigrafiado en banderas con las que se arropan los hombros.
Han inventado todo tipo de sistemas caseros para que se vean estas fotografías y para poder alzarlas sobre sus cabezas y que los soldados que llegan las alcancen a ver entre la multitud. Algunas madres llevan una especie de palo selfi, otras han pegado los retratos en raquetas de bádminton. También los colocan en la fachada del hospital. Allá donde mires se ve la mirada de un soldado ucraniano.
“Yo tengo una incapacidad de segundo grado, y cuando los padres están incapacitados los hijos no tienen obligación de ir al Ejército”, explica Iván. “Cuando empezó la guerra le pregunté a Oleksander: ‘Hijo, ¿preparo los papeles de mi incapacidad?’. Y él respondió que sí para tranquilizarme, pero luego se alistó y me dijo: ‘Si todos nosotros escribimos esas peticiones y nos quedamos en casa esperando a que lleguen, no habrá futuro para Ucrania. Y no quiero eso para mis hijos’”.
“Sabes, no hay ni un día, ni un minuto, ni un segundo en el que no pensemos en ellos. Yo y toda esta gente tenemos un sufrimiento común”, continúa Iván. “Nos apoyamos, también psicológicamente, unos a otros. Pero lo que ves aquí es sufrimiento, mucho sufrimiento. En cada uno de los que están aquí… es una tragedia muy grande”.
Unos gritos detienen la entrevista: tres mujeres se abrazan, lloran y saltan mientras intentan teclear en sus teléfonos con las manos temblorosas. Les acaban de confirmar que sus hijos están entre los prisioneros que han liberado, y ellas quieren llamar inmediatamente a toda la familia.
Van a poder abrazarlos en unas pocas horas; llevan sin verlos 1.317 días. Los tres fueron hechos prisioneros al principio de la invasión, en la central nuclear de Chernóbil: “Tuvieron que entregarse para que los rusos no abrieran fuego en las instalaciones de la planta atómica. Evitaron que se repitiera la catástrofe”, asegura una de las madres.
Un prisonero de guerra ucraniano recién liberado recoge los retratos que le entregan las familias de otros soldados cautivos o desaparecidos, que tienen la esperanza de que reconozca a alguien.
Los que vuelven
“Recuerdo los gritos de las personas y que luego vi a mi mujer, y nos abrazamos… no recuerdo mucho más”, dice Eugenio, un ex prisionero de guerra que fue liberado hace dos meses y ha acudido al intercambio para apoyar a sus compañeros.
En este último canje de prisioneros, que tuvo lugar el viernes, volvieron a casa 185 ucranianos –entre ellos, 20 civiles–. Antes de llegar a Ucrania, todos viajan en autobuses desde las prisiones de la Federación Rusa o desde las colonias penitenciarias que las tropas de Vladímir Putin han construido en los territorios ocupados del Donbás.
Les conducen por carretera hasta Bielorrusia, y allí, junto a la frontera con Ucrania, se produce el intercambio: 185 ucranianos por 185 cautivos rusos. No hay familias en ese lugar, solo representantes de ambos ejércitos.
Cuando cruzan la frontera, todos se deshacen de la ropa que traían puesta del lado ruso. La queman ahí mismo, mientras se ponen otra nueva que les entregan. Después, embarcan en otros autobuses y parten hacia la ciudad de Chernígiv, donde esperan todas esas familias.
No es fácil para un recién liberado reconocer los rostros entre los cientos de fotos que les muestran. Llegan aturdidos, como Eugenio; algunos llevan más de tres años cautivos y todos han sido torturados por los rusos durante ese tiempo. Pero los médicos que los asisten y los militares que los acompañan recogen todos los retratos para que los puedan revisar cuando estén más tranquilos. Todos quieren ayudar a las familias que continúan esperando.
Desde que comenzó la invasión a gran escala, más de 7.000 ucranianos han vuelto del cautiverio ruso, pero hay decenas de miles de desaparecidos –se estima que son unos 55.000– a los que sus familias siguen esperando sin saber si están en una prisión rusa o en una morgue.
Familiares de prisioneros de guerra y desaparecidos en combate ucranianos acuden a un intercambio buscando información de sus seres queridos.
No saber nada
También los cadáveres –tanto ucranianos como rusos– forman parte de algunos intercambios. Devolvérselos a sus familias es muy importante desde el punto de vista psicológico: les permite cerrar un capítulo, recuperar un poco de paz para seguir con sus vidas.
El Kremlin –violando el Derecho internacional– no facilita el listado con los nombres de los prisioneros de guerra ucranianos que tiene en su poder. Pero tampoco entrega los datos de los caídos en combate cuyos cuerpos han quedado del lado ruso. Y, como no hay confirmación de la muerte, las familias se agarran a la esperanza de que continúen con vida.
Una esperanza que, en la mayoría de los casos, se les está comiendo por dentro. Es otra forma de tortura psicológica que Putin inflige al pueblo ucraniano para intentar doblegarlo. Y la desesperación se ve en los ojos de los que acuden –irreductibles– a cada uno de estos intercambios.
A pesar del dolor infinito, la dignidad con que todos estos padres y madres, esposas e incluso abuelas esperan a los prisioneros de guerra –con las fotografías de sus seres queridos en las manos– es un reflejo de la resiliencia del pueblo ucraniano.
Algunos viajan cientos de kilómetros para llegar, y la mayoría vuelven con las manos vacías. Al ver el reencuentro de los más afortunados se alegran por ellos, pero, a la vez, se preguntan: “¿Por qué no he sido yo? ¿Por qué no ha vuelto él? ¿Por qué nadie lo ha reconocido?”.
El hijo de Iván, Oleksander, tenía 46 años cuando desapareció en Bajmut. Unos meses después nació su tercer hijo. “Es igual que él, sus mismos ojos”, asegura el abuelo entre lágrimas. “Cada mañana, cuando se levanta, va a dar un beso a la foto de su padre. No podemos dejar de pensar en él ni un minuto, aunque queramos”.
“Nuestro pueblo no merece tanto sufrimiento”, apostilla este padre. “Vivíamos tranquilos, sin hacer daño a nadie, pero vino ‘el hermano mayor’ a liberarnos… de la vida”.
