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En un intento de ganar tiempo para apurar su presidencia hasta 2027, Emmanuel Macron decidió el año pasado nombrar primer ministro a Michel Barnier y, posteriormente, tras su fracaso presupuestario, a François Bayrou, dos históricos del gaullismo.

La decisión pretendía abrir una tercera vía entre dos extremos: la ultraderecha de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen y el izquierdismo radical de La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon.

Más sencillo, tal vez, habría sido nombrar a un socialista moderado perteneciente al Nuevo Frente Popular. Al fin y al cabo, Macron llegó a ser dos años ministro de Economía en el Gobierno encabezado por Manuel Valls.

Sin embargo, el presidente de la República Francesa prefirió optar dos veces por alguien que mantuviera cierto prestigio entre la derecha moderada (Barnier formaba parte del ala más centrista de Los Republicanos) y que no perteneciera a ninguno de los tres partidos más votados.

El pretexto para ello era que ninguno tenía una mayoría sólida: aunque la coalición de izquierdas había conseguido más escaños que nadie, la división de sus parlamentarios en distintas facciones políticas hacía que el partido más representado fuera la Agrupación Nacional.

En medio, quedaba Renacimiento, la nueva denominación del centrista partido de Macron, cuyos resultados en la segunda vuelta habían sorprendido a todos cuando ya se les daba por muertos.

Ahora bien, ese mismo pretexto escondía una maldición. Ni Barnier ni Bayrou eran los candidatos de nadie y, por lo tanto, no tenían ningún apoyo. Podían no disgustar demasiado a la opinión pública, pero ni la extrema derecha ni, sobre todo, los grupos de izquierdas iban a dejarles el más mínimo margen de maniobra.

Macron debería haberlo sabido, pues antes de convocar elecciones ya tuvo que sustituir a otros dos primeros ministros: Élisabeth Borne y Gabriel Attal.

Más rechazo que en diciembre

El resultado ha sido el esperable: si Barnier duró poco más de dos meses, Bayrou no llegará a los nueve.

El Nuevo Frente Popular y la Agrupación Nacional, es decir, los extremos, se juntaron este lunes para votar en contra de una moción de confianza que acaba con la pretensión de moderación legislativa en Francia y pone en cuestión el futuro del propio presidente de la República. En total, 364 diputados votaron en contra de Bayrou, 33 más de los que se opusieron a Barnier en diciembre de 2024.

Sin duda, la intención de Macron era llevar a la derecha hacia el centro y alejar a una izquierda cada vez más “insumisa” del poder, pero esas intenciones no han servido de mucho.

También puede ser que, simplemente, intentara ganar tiempo para favorecer la aparición de un “delfín” que pudiera mantener a los extremos lejos del Elíseo de cara a 2027. Un puesto que parecía pertenecer al propio Attal, pero que sigue quedando vacío.

El movimiento En Marche!, que luego fue Ensemble! hasta llegar al actual Renacimiento, parece condenado a afrontar una suerte de macronismo sin Macron que no consigue dar el salto en las encuestas.

En este contexto tan polarizado, el presidente francés se encuentra de nuevo con la misma pelota que mandó hacia adelante justo hace un año: optar por un nombre de consenso, convocar elecciones otra vez… o decantarse, ahora sí, por un perfil moderado pero de izquierdas, alguien con experiencia de gobierno en el Partido Socialista y que pueda mantener a Mélenchon a raya, pero a la vez complique que el Nuevo Frente Popular tumbe al nuevo Ejecutivo.

Un 15% de aprobación para Macron

Ninguna de las opciones tiene pinta de acabar bien porque Francia se ha convertido en un país ingobernable.

Los escándalos de corrupción acabaron con el gaullismo, el Partido Socialista está en mínimos históricos y los discursos populistas cada vez arrastran a más gente, un mal endémico en toda Europa occidental.

El centrismo no ha sabido arreglar los problemas económicos ni los sociales relacionados —aunque no solo— con la inmigración, la globalización y el cuestionamiento del republicanismo.

Cada vez más centrado en la política exterior desde su reelección, casi coincidente con la invasión rusa de Ucrania, Macron parece demasiado distanciado de una ciudadanía que empieza a quedar huérfana de voces moderadas.

Según Le Figaro, solo el 15% de los franceses aprueba su gestión como jefe de Estado. En estas circunstancias, disolver la Asamblea Nacional e iniciar un nuevo proceso electoral sería poner en bandeja el gobierno a los populismos… pero, de nuevo, sin una idea clara de gobierno y sin una mayoría que pueda sostener esa idea, tarde o temprano llegarán las elecciones y tal vez en peores condiciones para el llamado Frente Republicano.

Queda, por lo tanto, la opción socialista moderada… o un nuevo intento de colocar a un mediador.

Se supone que, a estas alturas, Macron ya debería haberse dado cuenta de que esto último es muy peligroso, pero no dejamos de hablar de un político imprevisible del que cabe esperar cualquier cosa. De hecho, podríamos esperar durante un buen tiempo.

La ley francesa no establece un plazo para nombrar un nuevo primer ministro y un nuevo Gobierno que lo acompañe. Attal, por ejemplo, estuvo casi dos meses como interino hasta que se nombró a Barnier, aunque este solo prolongó una semana su gobierno hasta la llegada de Bayrou.

Francia se juega mucho en esta decisión y no conviene precipitarse… ni alargarla en demasía. En una hora decisiva para el continente europeo y para la unión atlántica, un mal movimiento podría ser fatal.

El desencuentro entre el legislativo y el ejecutivo es total, algo nunca visto en los distintos períodos de “cohabitación” que se han vivido en el país vecino. Con la Asamblea tomada por los extremos, el Elíseo queda cada vez más acorralado y solitario. Las balas de Macron para evitar dos años de agonía se van acabando. Es muy probable, de hecho, que la siguiente sea la última.