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Tras la invasión a gran escala de Ucrania en 2022, más de 100.000 ciudadanos rusos huyeron a Georgia en busca de libertad. Lo que en un principio parecía un refugio democrático en la vecina del sur ha acabado revelando una preocupante proximidad con Moscú.

Hoy, muchos exiliados rusos denuncian que la represión de la que escaparon los ha alcanzado, según informa The Atlantic.

Stanislav Dmitrievski, activista de derechos humanos perseguido por su oposición al Kremlin, encontró en Georgia un primer refugio. Sin embargo, tras dos años de espera, las autoridades locales rechazaron su solicitud de asilo con el argumento de que no existían "conflictos internacionales ni violaciones significativas de derechos humanos" en su contra. "Están ciegos", lamenta Dmitrievski, que planea apelar la decisión.

Su caso no es aislado. Cada vez más solicitudes de asilo político de ciudadanos rusos son denegadas. Al inicio de la guerra, Georgia los recibía con las puertas abiertas.

Con el tiempo, el país endureció su política migratoria: los interrogatorios a recién llegados se volvieron frecuentes, varios fueron deportados a Armenia y los trámites para la residencia permanente se complicaron. Incluso quienes enfrentan penas de prisión en Rusia han sido rechazados.

Este giro coincide con un cambio político en Tiflis. En diciembre de 2023, la Unión Europea otorgó a Georgia el estatus de país candidato, pero poco después el partido gobernante, Sueño Georgiano, suspendió el proceso de adhesión.

Al mismo tiempo, el Parlamento aprobó leyes restrictivas como la de "agentes extranjeros", que obliga a medios y ONG a registrarse como tales si reciben más del 20% de su financiación del exterior. También se aprobaron normas que limitan los derechos LGBTQ.

La represión no solo afecta a los exiliados. Iván Pávlov, abogado ruso que defendió a críticos del Kremlin, fue expulsado tras dos años de residencia. Pese a sus vínculos familiares con Georgia, su permiso fue revocado por la contrainteligencia, que lo consideró una amenaza para la seguridad nacional: "No es por amor a Putin, es por miedo", sostiene Pávlov, cuyo caso está ahora en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

La periodista y activista feminista Anna Rivina, fundadora de una ONG de apoyo a mujeres afectadas por la guerra, también fue expulsada. Según las autoridades, su salida se basó en una ley antiterrorista. "Me consideran una amenaza nacional", afirma Rivina, quien logró rehacer su vida en Europa occidental. Otros exiliados no tienen esa opción.

Incluso figuras conocidas, como miembros del colectivo Pussy Riot o el sacerdote disidente Andrei Kuráyev, han sido rechazadas en la frontera pese a contar con invitaciones formales.

El endurecimiento de las políticas migratorias ha coincidido con una creciente represión en Georgia. Muchos activistas locales han abandonado el país, y las protestas en Tiflis se han vuelto frecuentes. La violencia policial recuerda a los exiliados escenas que creían haber dejado atrás en Moscú.

Dmitrievski, que en su llegada a Georgia valoraba la transparencia de las fuerzas del orden, ahora las evita: "Si seguimos huyendo de cada régimen autoritario, pronto no nos quedará más remedio que exiliarnos en la Luna", ironiza.

El giro autoritario de Georgia preocupa a organizaciones internacionales. Rachel Denber, de Human Rights Watch, recuerda que el país tiene la obligación legal de permitir el acceso al asilo. Pero el temor a represalias políticas o a perder apoyo interno parece pesar más en las decisiones del gobierno georgiano.

Lo que comenzó como una migración en busca de libertad ha terminado, para muchos, en una repetición del trauma. Los exiliados rusos temen no solo por su estatus legal, sino también por su seguridad. Las amenazas en redes sociales, los intentos de intimidación y las detenciones arbitrarias se han multiplicado.

Georgia, antes un refugio para los críticos del Kremlin, parece acercarse cada vez más a su estilo de gobierno. Y mientras la represión se extiende, los defensores de la democracia se preguntan: ¿queda algún lugar seguro?