Cuando Jorge Mario Bergoglio pasó a llamarse Francisco, en el despacho del Papa había tres grandes asuntos sobre la mesa: la reforma de la Curia, la reordenación de las finanzas y la vigilancia de la pederastia. En la intensa agenda del pontífice no había tiempo que perder y de una u otra forma el cardenal australiano George Pell se convirtió en protagonista de cada uno de estos aspectos.

 

Poco después de instalarse en el trono de San Pedro, Francisco creó el Consejo de Cardenales, un órgano consultivo formado por nueve jerarcas de la Iglesia católica, que tiene como objetivo asesorar al pontífice en su ejercicio y reformar las estructuras vaticanas. Pell, entonces arzobispo de Sidney, fue nombrado representante de Oceanía.

 

Entre sus funciones, el Consejo de Cardenales ya tenía encargado revisar el entramado económico del Vaticano. Pero un año más tarde, Francisco quiso dar un paso más allá y creó la Secretaría de Economía de la Santa Sede, un dicasterio nacido para gestionar todo el patrimonio vaticano, repartido entre el órgano que administra el patrimonio (APSA) y el llamado banco vaticano (IOR). George Pell asumió también el cargo, como nuevo ‘superministro de Finanzas’.

 

El que por entonces ya era cardenal abandonó su país para trasladarse a Roma. Aunque en Australia ya se había formado la Comisión Real, un órgano encargado de investigar cientos de casos de denuncias por pederastia contra los responsables de la Iglesia allí. Las últimas cifras se acaban de hacer públicas esta semana: 4.444 personas denunciaron abusos sexuales a menores entre 1980 y 2015; 1.880 religiosos fueron identificados como responsables de esos abusos; o lo que es lo mismo, el 7% de los sacerdotes australianos están acusados de pederastia durante las últimas décadas.

 

El propio cardenal, acusado de pederastia

Y a George Pell se le reprocha haber hecho la vista gorda con casos que supuestamente le constaban, pero también es sospechoso de haber ejercido él mismo la pederastia en su país. El clérigo nació en 1941 en una localidad llamada Ballarat, donde ejerció como sacerdote entre 1979 y 1984. Allí se produjeron decenas de casos de pederastia, protagonizados por otro sacerdote llamado Gerald Ridsale, que fue condenado en Australia a ocho años de prisión por abusar de varios jóvenes, entre ellos su sobrino.

 

Pell siempre ha alegado que no estuvo al corriente de aquello. Pero las acusaciones más graves se producen conforme fue escalando en la jerarquía eclesiástica de su país. Con la epidemia de la pederastia extendiéndose por Australia, Pell fue arzobispo de Melbourne entre 1996 y 2001, cargo en el que cesó para convertirse en arzobispo de Sidney hasta 2014.

 

Como máximo responsable de la Iglesia australiana, el cardenal tenía facultad para expulsar sacerdotes o iniciar algún tipo de investigación sobre lo que estaba ocurriendo. Pero en 2012, en su primera y única comparecencia ante la comisión de su país, simplemente dijo que se encontraba desolado ante lo ocurrido.

 

Ya después de abandonar Australia ha testificado en otras dos ocasiones, pero siempre por videoconferencia, alegando que su estado de salud no le permite afrontar un viaje de este calibre. Y en la última vista, celebrada desde un lujoso hotel del centro de Roma, Pell confesó que “en aquellos días si un sacerdote negaba este tipo de actividades”, él se “inclinaba fuertemente a aceptar su negación”. “La Iglesia ha cometido errores en muchos lugares, entre ellos en Australia”, admitió.

 

Lo que no reconoció es estar nunca al tanto de lo que sucedía. Aunque la Comisión Real no creyó su versión –como tampoco lo había hecho en las anteriores comparecencias- y en octubre de este año, la policía australiana visitó de nuevo a Pell en Roma para tomarle declaración. Le acusaron también de tocamientos a dos niños en una piscina durante los años 70, pero una vez más el cardenal negó la mayor.

 

La archidiócesis de Sidney ha gastado cerca de 1,5 millones de dólares en indemnizaciones. Sin embargo, las víctimas, agrupadas en asociaciones llamadas de supervivientes, han reiterado que no quieren más dinero, sino que se haga justicia. Exigen que Pell regrese a su país y asuma responsabilidades.

El Papa confía en su inocencia 

“El Papa siempre ha apoyado a las víctimas y sabe que ésta es también mi firme posición”, aseguró el cardenal en una entrevista en el Vatican Insider –un medio italiano que se ocupa de la información vaticana- tras su última comparecencia ante la Comisión Real.

 

Negó que tuviera intención alguna de renunciar a su cometido en el Vaticano. Y así lo confirmó después el entonces portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, quien aseguró que el Papa tenía “total confianza” en Pell, ya que desde sus primeras acciones como arzobispo, asumió "una fuerte posición contra los abusos sexuales”.

 

A su llegada a Roma, no faltaron las voces desde medios vaticanos que alegaban que toda implicación en estos asuntos respondía a una campaña de desprestigio, como años atrás habían atacado al cardenal Bertone –secretario de Estado con Ratzinger- para acabar con el buen nombre de Benedicto XVI. Pell venía a reformar el lodazal de las cuentas vaticanas y encontraría resistencias.

Dificultades para controlar las finanzas

Cuando tomó posesión en la Secretaría de Economía, los diferentes dicasterios (organismos de la curia romana) no presentaban sus presupuestos. Los años de la corrupción de la banca vaticana parecían haber pasado su peor momento durante los 80 y los 90, pero aún había cientos de millones que no figuraban en los registros contables. Pell le encargó un informe a Price Waterhouse Coopers (PWC) sobre el estado de las finanzas de la Santa Sede, aunque nunca se realizó.

 

En abril del año pasado la Santa Sede emitió un comunicado en el que informaba de que el contrato con PWC quedaba cancelado, justificando que “había que estudiar algunas cláusulas y sus modalidades de ejecución”, por lo que no era posible continuar con los trabajos. En paralelo, la Secretaría de Economía dejaría también de gestionar el patrimonio del Vaticano, que pasaba de nuevo a depender de forma independiente del APSA, el órgano que administra el patrimonio.

 

Según comentaristas vaticanos, la Secretaría de Estado de la Santa Sede, el órgano que realmente concentra el poder intramuros, se oponía a que el dicasterio de Pell aglutinara todo el control económico del Vaticano. El cardenal australiano ya había manifestado que era consciente de que tendría oponentes, mientras que el presidente del APSA, Domenico Calcagno, aseguró que estaba “confuso” ante los planes del nuevo enviado.

 

Pell se había ganado fama de buen gestor en su país, aplicando –por ejemplo- valores de mercado a las propiedades inmobiliarias de la Iglesia. Algo impensable en Italia, donde la Santa Sede acumula propiedades por valor de unos 4.000 millones de euros –según el libro Avarizia de Emiliano Fittipaldi-, pero por las que no paga nada o cifras meramente simbólicas.

 

El cardenal Pell es un firme defensor de la economía de mercado, lejos de las palabras de Francisco (“la tiranía del dinero lleva al desprecio del otro”), se ve implicado en asuntos de pederastia y ni siquiera tiene una sintonía total con el pontífice en el aspecto doctrinal: fue uno de los 13 cardenales firmantes de una carta crítica con los postulados de Francisco durante el pasado Sínodo de la familia. ¿Entonces por qué el Papa le otorgó tal poder?

 

Es una afirmación que circula, pero que pocos como Francesca Chaouqui, imputada en el llamado Vatileaks 2 –el escándalo por la filtración de documentos de la comisión vaticana COSEA para el control de las finanzas- se atreven a sostener públicamente: “como salvoconducto para abandonar Australia”.

 

Chaouqui ha mantenido decenas de afirmaciones rocambolescas desde que hace un año se desató aquel caso. Pero tampoco nadie ha respondido a la pregunta que se hacía la comentarista Kristina Keaneally en The Guardian: “¿no hay otra persona capaz de limpiar las cuentas vaticanas?”

 

Precisamente el libro de Fittipaldi desvelaba que el cardenal australiano había gastado cerca de medio millón de euros en una sastrería y que desde su llegada al Vaticano se había convertido en uno de los principales ejemplos del derroche. A sus 75 años, Pell podría renunciar legalmente a sus cometidos, pero desde el Vaticano ya han asegurado que su tarea tiene una duración quinquenal y que no finalizará antes de 2019. Como una legislatura.

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