Todos los días tiene lugar en Wagah, punto fronterizo entre la India y Pakistán, un espectáculo fascinante. Al caer la tarde, dos grupos de soldados de ambos países -escogidos por su buena presencia y vistiendo uniformes de gala- arrían las banderas de sus respectivas naciones después de representar una coreografía en la que se desafían mutuamente, compitiendo por ver quién pisa el suelo más fuerte, quién es capaz de elevar más la pierna y quién luce más músculo y chulería. A ambos lados de la frontera hay instaladas gradas desde las que un nutrido público jalea a sus jawans (soldados) mientras sendos animadores, micrófono en ristre, gritan consignas patrióticas. Para acabar la función, se cierran las verjas de los dos lados de la frontera de manera estrepitosa y poco después el público, satisfecho, se lanza a comprar refrescos y aperitivos.

Es toda una metáfora que resume la accidentada historia en común que, mal que les pese, la India y Pakistán comparten desde hace 70 años. Cuatro guerras, una de las cuales dio lugar al nacimiento de Bangladesh, atentados terroristas, amenazas nucleares y todo tipo de provocaciones jalonan el tortuoso camino que va de Nueva Delhi a Islamabad y que tiene en Cachemira su encrucijada. Esta torturada región, de mayoría musulmana pero adjudicada a la India en la partición de 1947, vive la peor ola de violencia de la última década.

El año pasado se produjeron 213 muertes y este año ya van 28, incluyendo los cuatro de hace unos días. Muchos de ellos son civiles, quienes son precisamente la parte de la población que se lleva la peor parte. Para reprimir las revueltas callejeras, que acaban siendo batallas urbanas, el ejército indio comenzó a usar perdigones y balas de poco calibre con el objetivo de evitar las víctimas mortales, pero el número de heridos y lisiados (sobre todo ciegos, ya que disparar perdigones a la cara es una práctica habitual) es elevadísimo y difícil de cuantificar.

Cuando se quiere describir la tensa situación que vive la población cachemir, se suele recurrir al tópico de que ésta es “la región más militarizada del planeta”, pues de catorce millones de habitantes, al menos 700.000 son militares. Aún más significativo que esta cifra es el hecho de que la inmensa mayoría de esos soldados no son cachemires.

Los destacamentos indios están formados en su mayor parte por jóvenes hindúes o sijs que llegan a esta región con una mezcla de terror y fervor patriótico glorificado en películas de Bollywood, canciones y propaganda de todo tipo. En ciudades como Srinagar, la mayor de Cachemira, se puede ver a un soldado en todas y cada una de las esquinas de las principales calles y los acuartelamientos presentan el aspecto de estar esperando un ataque enemigo en cualquier momento. El yoga y el alcohol clandestino ayudan a combatir el estrés, pero la elevada tasa de suicidio entre la milicia india en Cachemira (unos cien al año) denota la fuerte presión que soportan los militares.

Un aeropuerto con más comandos que azafatas

Hasta el año 2008, ni un solo vehículo civil terrestre cruzó la frontera cachemir. Los gestos de acercamiento entre la India y Pakistán son como castillos de naipes que suelen durar poco y se diría que el estado natural de Cachemira es el de crisis permanente. Cualquier viajero que llegue al aeropuerto internacional de Srinagar, gestionado por la Fuerza Aérea India, tendrá la impresión de llegar a una zona de conflicto, donde se inspeccionan los equipajes a pie de pista y hay más comandos que azafatas.

En octubre del año pasado se produjo un tiroteo que duró diez horas entre comandos indios y guerrilleros infiltrados desde Pakistán a solo 300 metros de la terminal de embarque. Tras un intercambio de granadas y fuego de metralleta, los tres guerrilleros fueron abatidos, pero, como dijo uno de los civiles que se encontraba allí, “si pueden atacar cerca de una base aérea pueden atacar en cualquier sitio”.

Cachemira

Uno de los puntos más calientes de este conflicto es, irónicamente, un glaciar llamado Siachen. Allí, a más de 6.000 metros de altura, hay instalados 150 campamentos indios y pakistaníes que se mantienen operativos por puro orgullo y que reciben sus suministros cargados a lomos de mulas, ya que no se dispone de helicópteros capaces de operar en esas condiciones atmosféricas y a tanta altitud de modo seguro. No hay cifras oficiales, pero se cree que unos 4.000 soldados han perecido en los últimos 25 años en Siachen, el 99% de ellos por culpa de las avalanchas o la congelación. Se calcula que de media muere un soldado pakistaní cada cuatro días y uno indio cada dos, así que no es de extrañar que muchos de los militares destacados allí (todos voluntarios) lleven a cabo su funeral por anticipado, junto a su familia. Los supervivientes del período de servicio de seis meses son recibidos como héroes a su vuelta.

Tumba de un soldado en Cachemira. Muhamad Imran Said

Aunque los gobernantes se han mostrado torpes o poco decididos a la hora de rebajar la tensión, la población civil, cansada de un conflicto con origen religioso y étnico pero al fin y al cabo político, sí que se ha mostrado capaz de superar todas las dificultades que presenta la paz. A pesar de las noticas de violencia, los turistas siguen acudiendo a Cachemira atraídos por sus incomparables paisajes y se han producido iniciativas como la formación de equipos de críquet formados por ciudadanos de ambos países, así como viajes de confraternización entre estudiantes e intelectuales.

Oficialmente, la cifra de “infiltrados” del lado pakistaní es de, según la India, poco más de 150 al año, aunque no es necesario un gran número de guerrilleros para desestabilizar las relaciones entre ambos países, como dejaron patente los atentados de Bombay en 2008, en los que cinco terroristas mataron a casi 200 personas y pusieron en jaque a la mayor ciudad india. Los oficiales indios saben que con la llegada del deshielo en los pasos de montaña se activan las alarmas y comienza la “caza del infiltrado”, individuos que a veces cuentan con apoyo entre la población local y casi siempre se ven obligados a pasar la frontera de manera clandestina y a pie, con el objetivo de organizar la resistencia radical en las ciudades cachemires y de fomentar disturbios que mantengan a los indios en una posición permanentemente defensiva.

"Tirar piedras no es la solución"

Recientemente ha ganado notoriedad la historia de Afshan Ashiq, una joven cachemir involucrada en las protestas violentas contra los militares indios. “Me he dado cuenta de que tirar piedras no es la solución”, ha dicho a la prensa local. “Mi nacionalidad es india y quien no lo acepte es su problema”. La joven Afshan comenzó a entrenar con equipos de fútbol y se ha convertido en la capitana de la selección cachemir de este deporte, además de ser un ejemplo para sus paisanos que con frecuencia se sienten oprimidos por un ambiente violento y sin esperanzas de futuro.

Afshan Ashiq arrojando piedras Twitter de Afshan Ashiq

En su obra Hijos de la Medianoche, Salman Rushdie cuenta cómo uno de sus personajes “cuando era feliz aumentaba de peso, y en Cachemira pesaba más que nunca”. Desde que en la medianoche de aquel 14 de agosto de 1947 la Cachemira mayoritariamente musulmana entró a formar parte de la India mayoritariamente hindú, esta región ha sido una pesada carga que aumenta su peso con la infelicidad de sus habitantes.