A sus setenta años de edad, podría compararse a la India con un enfermo que acude a su chequeo anual sin haber cambiado sus malos hábitos pero que sigue teniendo una mala salud de hierro. Y que por enésima vez promete enmendarse.



Cuando el ultraconservador Narendra Modi accedió al poder hace tres años y medio, prometió conseguir que la “I” de India fuese la mejor letra del “BRIC” (grupo de países con gran potencial de futuro: Brasil, Rusia, India y Sudáfrica). Sus recientes logros económicos y el hecho de que la India sea la cuarta economía con mayor crecimiento del mundo es algo de lo que Modi puede presumir. Las inversiones extranjeras se han multiplicado por cuatro bajo su mandato, y el programa “Make in India” (“fabrica en la India”), que otorga ventajas a las grandes firmas que se asienten en suelo indio está empezando a dar sus frutos. Pero esa es solo la cara más brillante de un país que aún tiene un lado oscuro donde se esconden los fantasmas de siempre.



Hace poco murieron en un hospital indio 60 niños, presuntamente por falta de oxígeno líquido, debido a que el hospital no podía pagar la factura del suministro. En Bombay, una familia fue expulsada del cine por ponerse en pie cuando sonaba el himno nacional. En los últimos dos años, los fanáticos religiosos hindúes han linchado hasta la muerte a una docena de personas porque sospechaban que comían, compraban o vendían carne de vaca –sagrada para los hindúes-. La pobreza lacerante, el nacionalismo excluyente y el fanatismo religioso siguen muy presentes en la India de 2017.

Modi, un 'monje guerrero'

Las rémoras del pasado proyectan su alargada sombra sobre el luminoso presente del segundo país más poblado del mundo, del mismo modo que Modi no puede librarse de su polémico historial como gobernador de Gujarat, su provincia natal. Fue allí donde en 2002 se produjo la matanza de aproximadamente 2.000 civiles, la mayoría de ellos musulmanes, durante unos violentos disturbios que según mucho fueron consentidos y hasta promovidos por Modi.

Su concepción extremista y beligerante del hinduismo (“Soy un monje guerrero”) le llevó, por ejemplo, a vivir separado de su mujer Jashodaben que lleva hoy una vida modesta como maestra de escuela en un pueblo donde vive en una pequeña casa alquilada. Cuando un entrevistador de la CNN le preguntó a Narendra Modi si lamentaba la muerte de cientos de musulmanes en la región que gobernaba, el airado ministro se quitó el micrófono de la solapa y se levantó del asiento, abandonando el estudio.

Modi, durante el discurso por el 70º aniversario de la independencia Reuters

Una nación no puede desentenderse de sus problemas tan fácilmente como un hombre puede levantarse de una silla y marcharse, y la India actual continúa enfrentándose a retos parecidos a los de la generación pasada. Las cifras macroeconómicas son objetivamente buenas, pero la riqueza parece no transpirar en una sociedad donde 270 millones de personas subsisten con menos de un euro al día y donde cada día 500 millones de personas hacen sus necesidades al aire libre por falta de agua corriente. Es el mismo país que en 2008 lanzó una sonda a la luna y que mantiene un arsenal nuclear completamente operativo.

Problemas sin resolver

El contencioso de Cachemira, que ha ocupado un lugar importante en el discurso de Modi de este año, es otra de las pesadas piedras que la India acarrea en su abultada mochila de problemas sin resolver. Aunque el mandatario ha hecho un llamamiento a usar los “abrazos” fraternales como medio para acabar la violencia, lo cierto es que su Gobierno no sabe cómo controlar el descontento de la población en una zona, la más militarizada del mundo, que lleva más de un año en alerta máxima después de que un líder musulmán fuese abatido por el ejército.

Decenas de muertos, cientos de heridos y una paz cada vez más lejana parecen ser el destino de una región donde uno de cada diez habitantes es un soldado y donde es imposible llevar una vida normal. Mientras tanto, en el centro del país, la guerrilla naxalita, de inspiración maoísta, continúa controlando miles de kilómetros cuadrados de territorio indio donde no se acepta la rupia, sino pagarés extendidos por los rebeldes, y donde Nueva Delhi no ejerce ningún control.

La desconfianza de gran parte de la población hacia una muy desgastada dinastía Gandhi, a quien se asocia con la corrupción y a la que se ve parte de una élite política alejada del pueblo llano, unida a los éxitos económicos y a una hábil manipulación de los sentimientos nacionalistas y religiosos, aseguran a Narendra Modi un crédito político que aún no se ha agotado.

Pero es cada vez más evidente que la India moderna, a la que muchos comparan con un elefante que avanza lento pero inexorable, puede abandonar cualquier día la senda por la que ha transitado durante siete décadas y emprender tomar un camino alternativo. Los líderes regionales, con un poder basado a veces en el populismo o en el carisma personal, y con tendencias tan dispares como el comunismo o la defensa de las castas, tienen un protagonismo creciente que se ve casi siempre reflejado en las urnas. En las recientes elecciones de Bengala, Kerala y Tamil Nadu los dos partidos mayoritarios han tenido poco que decir frente a la fuerza mostrada por formaciones locales. Valga como ejemplo recordar que en 2014 se creó un nuevo estado, Telangana, para satisfacer las reivindicaciones políticas de los telugus.

En el civilizado caos que es la India, con fuerzas centrífugas que amenazan con desgarrar a un país joven y milenario a la vez, y donde se dan cita casi todos los extremos y, como alguien dijo, “todo es posible y lo contrario también”, las mayores esperanzas se cifran en un futuro perfecto que no acaba de llegar; el año que viene volverá a aludirse al inmenso potencial y a los problemas perennes de un país que a veces peca de euforia y a veces llega a dudar de sí mismo. Igual que un enfermo que acude a su chequeo anual y está en buena forma física pero que no duerme bien porque tiene las mismas pesadillas de siempre.