Bangkok

Ocho y media de la mañana. Llega Worasit Piriyawiboon, abogado de Artur Segarra, al Tribunal Penal de Bangkok embutido en una camisa tailandesa de corte y diseño clásicos. El ascensor, repleto de gente, asciende hasta la novena planta –hay doce–, donde casi todos utilizan toga, traje con corbata o camisetas amarillas –así lo quiere su Rey– en donde se lee la leyenda anglosajona Criminal Court of Bangkok.

Al llegar al espacio anexo a la sala 912, donde el presunto descuartizador de Tarrasa llegará una hora más tarde, Worasit habla por el pinganillo de su teléfono móvil con la pantalla hecha añicos. “Baja a la segunda planta; allí estará Artur con todos los acusados. Aún queda tiempo para que suba. Aprovecha si quieres hablar con él”, sugiere.

Nueve de la mañana. En la segunda planta se gesta una parte de la vida desconocida para muchos, donde decenas de presos encadenados los unos a los otros, por los tobillos y por las muñecas, esperan emocionados –todos provienen de la cárcel; Segarra de una celda de aislamiento– a que alguno de sus familiares o seres queridos se acerque al otro lado de la jaula donde se amontonan, donde gritando, podrán comunicarse de aquella manera con los suyos.

Segarra, niega el saludo. Viste, como todos, un pijama anaranjado tirando a mostaza –la parte pectoral descolorida y la inferior más certera– y una mala cara. Tremendo dolor el escuchar los gemidos, alaridos, el puro desconsuelo de padres, madres, hermanas, hijos, casi todos bebés o adolescentes, que suplican en sus delirios deseando que un terremoto haga romper los cimientos del tribunal para poder abrazar a los suyos o escaparse con ellos.

Nueve y media de la mañana. Restan minutos para que Segarra cope el protagonismo absoluto. Mientras tanto, Worasit, abogado del español, recalca: “Artur debe traer testigos ante el juez o su teoría no valdrá para nada”.

Artur acude a la vista solo. Worasit remata: “O es sentenciado a pena de muerte o pasará el resto de sus días en una prisión tailandesa. Aunque aún queda la opción de su absolución por falta de pruebas reales”.

Luego confirma lo que ya dijo dos días antes a este diario: “No hay nada o casi nada que hacer. Y yo me retiro. Le haré de consultor en este juicio hasta que se busque a otro abogado”, declara convencido a EL ESPAÑOL.

Worasit Piriyawiboon no dejará el caso lo antes posible por problemas de salud, como se ha informado, sino porque asegura que Artur Segarra aún no le ha pagado un solo baht, la moneda tailandesa. Aunque el problema ahora es que necesita a otro abogado y nadie le ha venido a visitar. Ni novias, ni ex novias, ni amigos, ni enemigos; y ni siquiera sus supuestos colaboradores que según no pocas voces vagan a sus anchas por Bangkok y otros lares a sabiendas de que Tailandia ha cazado al presunto pez gordo.

Diez de la mañana. Como si de la percusión de la banda Fugazi se tratara, Artur Segarra hace su entrada, primero en el pasillo, y luego en la sala 912, provisto de un tapón blanco colocado en su oreja derecha -¿otitis? Las cadenas y esposas que le atan los tobillos rechinan a cada paso. El cónsul de España en Bangkok, en sorprendente compadreo –dos días antes el abogado de Segarra aseguró a este diario que éste lo desprecia–, crea un equipo típico de juicio: están el diplomático, el acusado, su abogado y la traductora tratando su defensa.

Viéndolos charlar pareciera que aquello era otra cosa y no un juicio donde se juzga a un presunto asesino. Artur aterrizó mucho más descolorido y delgado que la última vez. A sumar que no emitió sonrisa alguna durante la vista.

Diez y media de la mañana. Policía tailandesa y su abogado, Worasit, presentan sus pruebas, cuando Segarra ha decidido hacerlo sin testigos, aún con 13 cargos. Worasit remarca el dato: “Estamos vendidos. Y a mí me queda poco. Ojalá salga bien. Pero no lo tengo nada claro”. Ni en los aledaños de la sala 912 ni en ese mismo espacio hay una sola persona que tenga que ver con Segarra. Cuando hasta hace pocos meses poseía más de un centenar de seguidores. Casi todas mujeres.

Once de la mañana. Esta primera vista se acerca a su final, a la espera de testigos ajenos; entre ellos Pridsana Seanubon, su novia, que aparecerá pronto. El caso parece una telenovela: un tipo tatuado que sin ser el mejor amigo del fallecido le pilla su dinero y cruza a Camboya, otro que era el mejor amigo del muerto –al menos durante las madrugadas de 2014 y 2015– y que desde aquellos días fatídicos anda desaparecido, cámaras de seguridad que sólo graban a dos extranjeros entrando en un edificio de apartamentos, y un hecho determinante: Artur, que reconoció públicamente haber robado el millón de dólares a Bernat, ahora, y ante el juez, se retracta.

Mientras tanto, un adolescente se desmaya al ver a su madre y a su hermana mayor, esposadas la una a la otra, declarando ante un juez que podría sentenciarlas a 60 años de cárcel por supuesto asesinato. El resto de sus familiares lloran, en el pasillo, de manera muy dolorosa.

Luego Worasit abandona la Corte Penal comentando la jugada. Worasit, a fin de cuentas, no cesa en su dictamen: “O Artur habla o tendrás que venirle a ver tú por el resto de sus días. Yo ya estoy muy cansado. Si le traes dinero y comida podrás visitarlo”, dice a este periodista.

–¿Cree que saldrá libre?

–Yo no soy el juez. Pero no me huele bien el asunto. Y ya me quiero marchar.

Artur Segarra deberá volver a declarar este próximo 25 de julio, en dos semanas exactas, ya que ha pedido revisar todas las causas por las que se le acusa. Aparte de ganar tiempo, nadie de su círculo comprende el porqué de su nula lucha por señalar al resto de sus presuntos colaboradores, que según expertos, lo fueron y mucho.

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