Corría el verano de 2005, hacía calor y por fin había llegado el momento más deseado del año: la época de los festivales. En los campos de Tennessee, Estados Unidos, miles de jóvenes vibraban con la música en directo del Bonnaroo, uno de los eventos musicales más emblemáticos dentro y fuera del país. Mientras el público saltaba bajo las luces psicodélicas, entre bastidores, una pequeña empresa se encargaba de que los asistentes tuvieran todas las comodidades posibles: baños, carpas y un sistema de agua corriente en tiempo récord. Se llamaban Deployed Resources. A nadie le importaba demasiado quiénes eran, pero sin ellos el festival no funcionaría.
Dos décadas después, aquella misma empresa está detrás de uno de los pilares más polémicos de la política migratoria estadounidense: los centros de detención temporales para inmigrantes. Lo que empezó con duchas portátiles para jóvenes amantes de la música ha acabado con la instalación de tiendas de campaña rodeadas de alambre de espino, diseñadas para encerrar a miles de personas antes de su deportación. El negocio ha cambiado, pero el fin es el mismo: montar una ciudad donde no la hay, lo más rápido posible, y hacer caja en el proceso.
La historia de Deployed Resources es la de una transformación tan pragmática como polémica. Con Donald Trump de nuevo en la Casa Blanca y su retórica antimigratoria en plena ebullición, compañías como esta han encontrado un terreno fértil para expandirse a golpe de contrato público y silencios institucionales.
De Lollapalooza a Fort Bliss
Aquel 2005 en los polvorientos campos del festival Bonnaroo, entre escenarios de rock alternativo y largas filas de baños químicos, un funcionario de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) no fue a bailar ni a escuchar a Dave Matthews Band. Fue a ver cómo un par de tipos resolvían la logística de un evento para decenas de miles de personas.
Los organizadores de aquella acampada masiva eran Richard Stapleton y Robert Napior, un veterano de la construcción y un exconvicto por cultivo de marihuana, especializados improvisar, solucionar problemas y contener multitudes.
"Nuestra especialidad era resolver lo imposible en el menor tiempo posible, sin importar si era para 50.000 personas bailando bajo el sol o para una necesidad gubernamental", llegó a decir en una entrevista Richard Stapleton, uno de los fundadores de Deployed, en los primeros años de expansión de la compañía. Aunque hoy evita a la prensa, sus palabras resuenan como una profecía cumplida.
Tras el Bonnaroo, la empresa perfeccionó su método en Lollapalooza, el festival que convirtió a Chicago en capital global del indie-rock y la electrónica, y en Coachella, donde montaban estructuras capaces de resistir tormentas de arena en medio del desierto californiano. En aquellos eventos aprendieron a gestionar grandes aforos, seguridad privada, reparto de alimentos, evacuaciones de emergencia y zonas VIP blindadas para artistas y patrocinadores. Todo ese conocimiento se trasladó, con inquietante naturalidad, a un entorno de detención y control migratorio.
"Sabíamos cómo montar una ciudad en cuestión de horas. Eso es lo que buscan también las agencias federales cuando colapsa la frontera", ha confesado bajo el anonimato un antiguo directivo de la compañía. Aquello, sin saberlo aún, era el ensayo general para un modelo de negocio muy distinto.
El salto al sector público fue relativamente rápido. Poco después de aquel verano de 2005, el funcionario de FEMA fue contratado por Deployed Resources y la empresa entró en el listado de proveedores del Gobierno federal. Primero, para gestionar desastres naturales y después, tras el endurecimiento migratorio con la primera legislatura de Trump, para la construcción de centros de detención.
El mismo modus operandi que usaban para festivales lo empezaron a aplicar a una población muy distinta: familias que huían de la violencia, menores no acompañados o solicitantes de asilo.
Un juego de tráfico de influencias
Deployed Resources no solo ha crecido en tamaño e ingresos, ha sabido jugar a la perfección con las reglas del sistema. Ha fichado a antiguos cargos del Departamento de Inmigración y Aduadas (ICE, por sus siglas en inglés) y del Departamento de Seguridad Nacional, integrando en su cúpula a quienes mejor conocían el funcionamiento del aparato migratorio estadounidense. Esta práctica, conocida como "puertas giratorias", le ha dado acceso privilegiado a información estratégica y procesos de contratación pública.
Los contratos públicos de esta compañía han estado marcados por la opacidad. Algunos fueron adjudicados, sin licitación, bajo el argumento de emergencia nacional. En otros casos, la empresa facturó millones por servicios que nunca llegaron a prestarse completamente. Un informe de la Oficina de Rendición de Cuentas del Congreso estadounidense (GAO, por sus siglas en inglés) concluyó que la empresa cobró por comidas no entregadas y que los centros construidos estaban casi vacíos.
Pese a ello, el crecimiento de Deployed Resources no se ha frenado. Al contrario, la empresa ya ha empezado a recibir nuevos encargos vinculados a la actual política migratoria de Trump, que prevé utilizar instalaciones militares para detener a miles de personas de forma temporal hasta su expulsión. Es un modelo más barato que las cárceles tradicionales, más rápido de instalar, pero también más precario y difícil de fiscalizar. En concreto, el contrato que ya se les ha adjudicado es de 3.800 milllones de dólares, el más alto hasta la fecha, para operar el campo de detención de migrantes cerca de la base militar de Fort Bliss, en Texas.
Las fotografías de las primeras instalaciones de tiendas han generado controversia. Lo que para algunos es un drama humanitario, para Deployed es un negocio redondo. Según registros inmobiliarios, sus fundadores han comprado mansiones valoradas en millones de dólares en Florida gracias a los contratos públicos que acumulan desde finales de 2016.
¿Solución logística o desastre humanitario?
Las antiguas instalaciones temporales para migrantes se refuerzan ahora con estructuras rígidas, alambradas y vigilancia armada. Se transforman en cárceles improvisadas para inmigrantes pendientes de deportación. Aunque las autoridades insisten en que cumplen estándares mínimos, antiguos funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional advierten que encerrar a miles de personas en tiendas de campaña plantea un reto humanitario sin precedentes y que fueron creadas para que los indocumentados no pasasen allí más de ocho días.
“Es una receta para el desastre”, alerta Eunice Hyunhye Cho, abogada de la ACLU, una de las principales organizaciones de derechos civiles en Estados Unidos. “Estamos hablando de entornos precarios, rodeados de alambre de espino, sin personal cualificado ni acceso real a abogados o médicos”.
Además, la empresa enfrenta denuncias por prácticas irregulares, como haber fingido atención a menores durante la era Biden, montando aulas ficticias y rellenando expedientes falsos, de acuerdo con documentos judiciales.
El ascenso de Deployed no se entiende sin su red de exfuncionarios de ICE y del Departamento de Seguridad Nacional en sus filas. Algunos peces gordos, como Sean Ervin y Marlen Pineiro, se incorporaron justo tras el regreso de Trump al poder. El ICE admite estar “explorando todas las opciones” para ampliar su capacidad y al menos diez bases militares están bajo el punto de mira. Otras empresas privadas como GEO Group o CoreCivic también compiten por ese pastel, pero Deployed juega con ventaja: lleva años posicionándose en el mercado.
Pese al revuelo generado ante estas nuevas adjudicaciones, ni la empresa ni sus propietarios han respondido a los medios. Por su parte, el Gobierno tampoco ha aclarado por qué se han destinado fondos militares a infraestructuras civiles.
La historia de Deployed Resources ilustra cómo, en el cruce entre necesidad estatal y oportunidad empresarial, pueden florecer modelos que, bajo la apariencia de soluciones técnicas, esconden graves dilemas éticos. Que una empresa nacida entre festivales de música termine gestionando centros de detención para miles de migrantes no solo plantea preguntas sobre la política migratoria de Estados Unidos, sino también sobre la corrupción que rodea al sistema.
