“Creo que Zelenski se quiere echar atrás en el acuerdo sobre los minerales y, si es así, le va a ir muy mal”. Esas fueron las palabras de Donald Trump este lunes respecto a la poca voluntad de Kiev de firmar un acuerdo disparatado por el que, en la práctica, Ucrania pasa a ser una colonia de Estados Unidos. Nadie en su sano juicio firmaría algo así y desde luego no lo va a hacer Volodímir Zelenski, a menos que se produzcan modificaciones extensas en las condiciones y se incluyan garantías de seguridad.
En cualquier caso, lo llamativo de la amenaza es la coletilla. “Le va a ir muy mal” —“he's gonna be in trouble”, en inglés—, dice Trump como si esas palabras ya significaran algo. Haciendo un repaso a la cantidad de veces que las ha utilizado durante estos dos meses y pico, está claro que no. De entrada, el mismo domingo, Trump hizo público su descontento con Vladímir Putin, al considerar que no estaba poniendo de su parte todo lo que esperaba para conseguir la paz. Amenazó con aranceles secundarios a los compradores de petróleo ruso y aseguró que, en ese caso, “a la economía rusa le va a ir muy mal”.
El gesto era totalmente de cara a la galería y muy poco creíble. Trump no va a imponer sanciones a Rusia, eso está claro. Menos aún al petróleo ruso, cuyas exportaciones están mayoritariamente dirigidas a China y a la India. China ya es un objetivo comercial de Estados Unidos y la India es uno de sus aliados en la zona. ¿Qué sentido tendrían esos aranceles y hasta qué punto no acabarían perjudicando a la propia economía estadounidense? Da igual, no va a imponerlos. Como siempre, la amenaza quedará en agua de borrajas.
No hay soluciones ni en Gaza
Porque esta misma semana, Trump también aseguró que a otros países les iba a ir muy mal. Por ejemplo, a Irán. “Queremos llegar a un acuerdo sobre su programa nuclear, pero, si no lo conseguimos, a Irán le va a ir muy mal”. O no. El problema a estas alturas es que Trump no es de fiar. Puede que él crea que está transmitiendo poder, seguridad en sí mismo y en su país y que el mundo está aterrorizado por sus posibles decisiones. Como todos —propios y ajenos— se preocupan tanto en hacerle la pelota, la realidad la ve distorsionada.
Lo cierto es que la imagen de esta Administración a ojos de cualquier observador desapasionado es de caos absoluto. Un día hay aranceles, otro día no hay aranceles. Las guerras que se iban a acabar en veinticuatro horas siguen en el mismo punto dos meses y pico después. Las infraestructuras energéticas ucranianas siguen bajo las bombas rusas. El acuerdo sobre el Mar Negro no se acaba de firmar nunca. Marco Rubio, defensor a ultranza de Ucrania en su momento, ya no sabe exactamente qué se supone que tiene que pensar ahora. Las bolsas se hunden los lunes y rebotan los martes.
El único éxito que, hasta ahora, podía atribuirse la Administración Trump era el alto el fuego en Gaza y la liberación de los rehenes, pero aquí de nuevo, no solo las cosas han vuelto a la casilla inicial, sino que hay un marcado contraste entre la retórica lograda y los objetivos conseguidos. De entrada, el plan que se aprobó fue el varias veces propuesto por la Administración Biden. Es cierto que tanto Steve Witkoff como el propio Trump supieron disuadir a Israel de que lo aceptara de una vez, pero no han sabido cómo darle continuidad porque no había una planificación propia detrás.
Canadá, Groenlandia, la Riviera árabe y otras ocurrencias
Recordemos que las palabras exactas de Trump, repetidas varias veces antes de su investidura, fueron: “Si Hamás no libera a todos los rehenes, voy a desatar el infierno en Oriente Próximo”. Por supuesto, Hamás liberó a varios rehenes y nadie puede explicarles a sus familiares que eso no sirvió de nada. Asimismo, centenares de presos palestinos fueron liberados de las cárceles israelíes, pero ni siquiera eso valió para que Hamás aceptara liberar a todos y cada uno de los secuestrados del 7 de octubre de 2023. Ni siquiera ha devuelto todos los cadáveres para poder darles sepultura.
¿Cuáles han sido las consecuencias? Por parte de Estados Unidos, ninguna. Israel rompió el alto el fuego unilateralmente, los bombardeos continúan con mayor o menor intensidad, pero no parece haber un esfuerzo norteamericano para llegar a una nueva tregua o buscar una solución al conflicto. Lo único que se le ha ocurrido a Trump en todo este tiempo es la idea de que Israel se anexione Gaza, se la regale a Estados Unidos y entre el presidente y sus amigos constructores edifiquen un resort de lujo con vistas al Mediterráneo. Un plan sin fisuras.
Más allá de la charlatanería, no hay absolutamente nada. En eso, Trump también ha conseguido parecerse a Putin. No hay estrategias claras y razonadas. Un día decide que quiere anexionarse Groenlandia, otro día propone a Canadá que sea el 51.º estado de la Unión y el tercero amenaza con sanciones a los que le compren petróleo a Venezuela, obviando que el segundo mayor importador de petróleo venezolano es su propio país. El primero, para variar, es China.
No hay un proyecto firme y tal vez no tenga por qué haberlo antes de los primeros cien días de mandato, pero es extraño que se amenace a todo el mundo sin especificar exactamente qué pueden hacer para complacerle. Es un poder vacío, de tocar la lira mientras el mundo arde y culpar constantemente a los demás de cada fracaso. En términos prácticos, todo sigue como lo dejó Joe Biden, es decir, mal. Otra cosa son las suposiciones, los alineamientos y las proyecciones de futuro. Pero, como estas varían cada semana, tampoco se puede hacer gran cosa con ellas.
