Tres meses antes de las elecciones estadounidenses, Donald Trump hizo un anuncio que no logró colarse en primera plana. Tras explicar que ya iba siendo hora de adelgazar la presencia militar en Alemania, el presidente ordenó la retirada del 35% de los efectivos desplegados en el corazón de Europa. Dicho de otro modo: los 34.500 soldados estadounidenses en suelo germano pronto se convertirían en 22.500. Una parte de esos 12.000 efectivos sería reubicada en algún punto del globo. El resto regresaría a casa.

Hubo quien se encogió de hombros tras leer la noticia. A fin de cuentas, la presencia militar estadounidense en Alemania parece un retazo de otros tiempos: la Guerra Fría, etcétera. Un gasto innecesario en tiempos de coronavirus. Así que bueno, vale, OK: "Anda que no hay problemas en el mundo como para estar manteniendo estrategias de cuando existía la Unión Soviética. Pues que regresen a casa. Más cerveza alemana para todos".

Los expertos en relaciones internacionales, sin embargo, arquearon la ceja. Aquel recorte de tropas tenía poco de pragmático y mucho de simbólico. Desde el punto de vista electoral, Trump podía presentarse en los mítines y vender aquello como otro avance en su agenda aislacionista. "Os dije que nuestras tropas regresarían a casa y aquí las tenéis".

También se podía entender (y de hecho se entendió) como el enésimo desprecio a una Unión Europea que el trumpismo norteamericano percibe como el hijo tonto de Estados Unidos o, en el peor de los casos, como el hijo aprovechado que se hace el tonto para no apoquinar lo que debe.

Es más. Cuando el gobierno alemán recriminó a Trump el anuncio, este respondió que menos protestas y más pagar las facturas. Se estaba refiriendo al acuerdo alcanzado por los países de la OTAN de destinar el 2% de su PIB a Defensa.

Su éxito más rotundo (y convenientemente publicitado) ha consistido en no comenzar ninguna guerra durante los cuatro años de mandato

Si se analiza con vista de pájaro, la retirada de tropas obedece en fondo y forma a la línea que ha seguido la política exterior de la administración Trump en estos cuatro años. Una política exterior basada en la creencia de que el mundo se estaba choteando de Estados Unidos y que urgía dar un golpe sobre la mesa.

El magnate neoyorquino prometió meter en vereda a los aliados que no ofrecían reciprocidad, parar los pies de China, mejorar la relación con Rusia, renegociar las condiciones de unos cuantos tratados comerciales y abandonar iniciativas a su entender absurdas como el Acuerdo de París, una propuesta para luchar contra la crisis climática firmada por 195 países poco antes de su llegada a la Casa Blanca.

Prometió, en fin, recuperar el respeto (o temor) reverencial cosechado en tiempos mejores y, con ello, inaugurar un nuevo periodo despreocupado y próspero para uso y disfrute de sus conciudadanos. En cuanto al cómo... "elemental, mi querido Watson": gracias a las habilidades negociadoras descritas en uno de sus libros más conocidos, The Art of the Deal.

El todavía presidente de EEUU, Donald Trump. Reuters

El experimento, ahora lo sabemos, ha salido regular. No todo han sido fracasos, evidentemente. Su éxito más rotundo (y convenientemente publicitado) ha consistido en no comenzar ninguna guerra durante los cuatro años de mandato. Algo que no pueden decir ni Barack Obama, premio Nobel de la Paz, ni George W. Bush, ni tampoco Bill Clinton.

Otro éxito. Lograr que varias naciones árabes acerquen formalmente posturas con Israel. También se podría catalogar de logro el nuevo acuerdo comercial con Corea del Sur. Y poco más.

¿China? Muchos analistas aplaudieron la ofensiva de Trump sólo para descubrir que la forma de ponerla en práctica (acudir al combate en solitario tras menospreciar a sus aliados del Pacífico) ha sido cuando menos cuestionable y a ver en qué queda el marcador cuando finalice el partido.

¿Rusia? Ha aprovechado la carta blanca emitida por Washington para hacer lo que le ha dado la gana, como ofrecer (y pagar) recompensas a combatientes afganos por apiolar soldados norteamericanos.

Y qué decir del trato dispensado a la Unión Europea. Ahora los mandamases de Bruselas han comprendido que el futuro pinta solitario y que por eso el continente necesita desarrollar una "autonomía estratégica" lo más pronto posible.

Biden es un político que deposita un valor extraordinario tanto en las relaciones personales como en la experiencia individual

Este es el panorama que encara Joe Biden, un tipo que lleva medio siglo (literalmente) batiéndose el cobre en las altas instancias y que siempre ha mostrado interés por la política exterior. Algo que, según sus allegados, se pone de manifiesto cada dos por tres.

Julianne Smith, una de sus asesoras, se lo explicaba de la siguiente manera al periodista Evan Osnos: "Puedes soltarlo en medio de Kazajistán o Baréin, o en donde quieras, y verás cómo se topa con un tipo al que conoció hace 30 años siendo un don nadie, y que ahora es quien dirige el percal".

El viejo senador George Mitchell, por poner otro ejemplo, siempre cuenta la misma anécdota: "Cada vez que un líder extranjero visitaba el Senado y me tocaba a mí hacer las presentaciones iba diciendo 'pues este es el senador Smith' o 'aquí tenemos al senador Jones' hasta que llegábamos a Joe y el líder de turno, antes de yo poder decir nada, exclamaba: '¡Hola, Joe!'".

Biden es, por tanto, un político que deposita un valor extraordinario tanto en las relaciones personales como en la experiencia individual y que, en consecuencia, nunca se ha querido asociar a ninguna ideología (hablamos en términos de política exterior) concreta.

Obama, de quien Biden fue vicepresidente, ha señalado en más de una ocasión que este desapego hacia las escuelas de pensamiento vinculadas a las relaciones internacionales le ha permitido abordar cada asunto con la mente limpia de dogmas y buscar, así, la solución más adecuada a cada conflicto.

Barack Obama y Joe Biden, cuando eran presidente y vicepresidente de EEUU.

Semejante libertad de criterio puede verse examinando su postura hacia el belicismo norteamericano. ¿Vietnam? En contra. ¿La primera guerra del Golfo? En contra. ¿Afganistán? A favor. ¿Iraq? A favor, pero con matices. ¿Libia? En contra. ¿Los Balcanes? A favor (en su momento, Biden alegó que Washington tenía una "deuda moral" con los civiles bosnios, aunque años después reconoció que aquella escabechina amenazaba los intereses de Estados Unidos en la región).

"Es alguien que combina la moralidad del internacionalismo liberal, el escepticismo del realismo político y una retórica, a veces tildada de aislacionista, que insiste en poner el foco sobre las necesidades del pueblo estadounidense", escribía hace unos días la analista Heather Hurlburt. Ergo un presidente difícil de clasificar y que irá lidiando con los temas según le vayan llegando.

La Unión Europea ya navega, empujada por el presidente saliente, hacia la misteriosa "autonomía estratégica"

A este lado del Atlántico, la opinión de los expertos no difiere mucho. El consenso es que la presidencia de Biden traerá consigo las viejas maneras de tratar a los aliados, una suavidad que podría ayudar a suavizar, valga la redundancia, las asperezas surgidas en el último lustro. Ahora bien. Que eso vaya a suponer un regreso al pasado está por ver.

Primero, porque Biden no ha rechazado de plano todas las políticas de su antecesor. De hecho, criticó a Trump por no haber logrado reactivar las fábricas de Estados Unidos, y prometió una política fiscal destinada a convencer a las multinacionales de que poner la etiquetita Made in America comenzaría a salir bastante más rentable que seguir fabricando fuera.

Y, en segundo lugar, porque la Unión Europea ya navega, empujada por el presidente saliente, hacia la misteriosa "autonomía estratégica".

El ejemplo más lapidario se encuentra en el reciente acuerdo comercial de la Unión Europea con China. Un acuerdo alcanzado en contra de los deseos del nuevo Gobierno estadounidense (hasta el punto de que el 22 de diciembre, un emisario de Biden pidió a los líderes europeos esperar antes de firmar nada). La idea era poder echar un ojo al papeleo y determinar si firmar aquello era lo mejor para Occidente. Pero el emisario fue ignorado y el cabreo en la otra orilla, mayúsculo.

Dos semanas más tarde, el Washington Post acusó a Angela Merkel de haber impulsado el tratado olvidándose del interés general y atendiendo sólo a los beneficios que sacarán determinadas empresas alemanas. Otras voces menos partidistas detectaron en la reacción estadounidense la impotencia de quien ve cómo de ahora en adelante costará más convencer a la Unión Europea de unirse a la estrategia atlántica del momento. Aislar a China, en este caso.

Además, asumir lo que insinuaba el Post, que Merkel es quien marca el ritmo del continente sin otra consideración que los beneficios de las compañías alemanas, es una asunción arriesgada.

España, sin ir más lejos, también ha cambiado el tono. Hace un año, cuando la administración Trump solicitó la ampliación de las bases de Rota y Morón de la Frontera, el Gobierno respondió (por boca de Margarita Robles, ministra de Defensa, y Xiana Méndez, secretaria de Estado de Comercio) que de acuerdo. Pero antes había que sentarse a negociar varias cosas.

Acto seguido se pusieron sobre la mesa los aranceles a los productos españoles (la administración Trump impuso gravámenes a varios productos europeos) y la aplicación de la Ley Helms-Burton a intereses turísticos españoles en Cuba.

Tras la victoria de Biden en noviembre, algunos anticiparon un regreso al Obamaworld

La petición puede sonar lógica. Pero, tal y como explicó en otoño el analista Bernardo Navazo en un ensayo publicado en la revista Política Exterior, no tiene precedentes. "Cuando Estados Unidos nos ha solicitado cualquier ampliación del Convenio de Defensa y, por tanto, del régimen de sus bases militares, España accedía inmediatamente", señalaba Navazo antes de ponerse a citar ejemplos. La instalación de cuatro destructores con sistema antimisiles Aegis en 2011. El aumento de efectivos de operaciones especiales a partir del 2012. El despliegue de varias aeronaves de rápido transporte táctico en 2016. Etcétera.

Hasta ahora se decía sí, bwana. No porque España no tuviese nada que pedir. Ahí estaban las exportaciones agrícolas. O la exposición de según qué industrias en el mercado norteamericano. No. Se decía sí, bwana porque se sobrentendía que España dejaba hacer y Estados Unidos, en contrapartida, colaboraba con nuestra seguridad nacional. Éramos (vuelvo a citar a Navazo) familia.

Tras la victoria de Biden en noviembre, algunos anticiparon un regreso al Obamaworld. Es probable que él mismo haya acariciado esa idea en alguna ocasión. Quizás lo intente, porque encanto personal no le falta y políticamente es un centrista de manual.

Pero no lo tiene nada fácil. El avispero, como bien saben los viejos atlantistas, anda muy revuelto.

*** Borja Bauzá es periodista.