En el corazón del Upper East Side de Manhattan, a pocos metros de Central Park, se alzaba la mansión de siete plantas y casi 2000 metros cuadrados donde Jeffrey Epstein -financiero multimillonario y depredador sexual condenado- cultivó durante años sus vínculos con políticos, magnates y celebridades.
Fotografías y documentos inéditos revelan el interior de aquel santuario privado: un lugar que combinaba ostentación, excentricidad y un trasfondo inquietante, como cuenta The New York Times.
La mansión no era solo un símbolo de riqueza. Funcionaba como un salón privado en el que Epstein ejercía de anfitrión de cenas que reunían a figuras como el exprimer ministro israelí Ehud Barak, el magnate Mortimer Zuckerman o el cineasta Woody Allen.
En cartas de felicitación por su 63 cumpleaños, fechadas en 2016, sus allegados rememoraban esas veladas: Barak y su esposa destacaban su “inagotable curiosidad”, Zuckerman bromeaba sobre su “rendimiento sexual” y Allen lo comparaba con el Castillo de Drácula.
Excentricidad y rarezas
Pese a las bromas, la atmósfera no era precisamente de cuento. Epstein había transformado la vivienda, adquirida en 1998 al magnate Leslie Wexner, en un museo de rarezas.
Allí se encontraban prótesis oculares enmarcadas en la entrada, una escultura de una novia colgando de una cuerda en el atrio y un comedor con sillas de leopardo donde se servía desde comida china para llevar hasta cenas amenizadas por magos o debates científicos improvisados.
Entre los objetos más llamativos figuraban un ejemplar de primera edición de Lolita de Nabokov, fotografías con líderes mundiales -Juan Pablo II, Bill Clinton, Donald Trump, Elon Musk, Fidel Castro- y un billete de un dólar firmado por Bill Gates con la inscripción “¡Me equivoqué!”.
En su despacho, presidido por un tigre disecado, también exhibía imágenes con el príncipe heredero saudí Mohamed bin Salmán.
Una credenza repleta de marcos fotográficos presumía de su agenda de contactos, cuidadosamente exhibida para impresionar a los visitantes.
El piso prohibido
Pero el piso más controvertido era el tercero, que albergaba su dormitorio, el conocido cuarto de masajes y varios baños.
Imágenes muestran cámaras de vigilancia instaladas estratégicamente y paredes decoradas con cuadros de mujeres desnudas.
Según testimonios judiciales, allí Epstein recibía masajes de adolescentes -algunas reclutadas en institutos de Queens- y cometía abusos sexuales.
Varias víctimas relataron que, en ocasiones, el financiero se masturbaba frente a ellas o directamente las agredía.
La presencia de cámaras alimentó la hipótesis de que Epstein registraba sus encuentros para obtener material comprometedor de invitados y víctimas.
Contactos influyentes
El círculo íntimo de Epstein incluía a personajes como Steve Bannon, exasesor de Donald Trump, quien grabó entrevistas en la mansión en 2019.
Incluso después de cumplir una condena en Florida por solicitar prostitución a una menor, el financiero siguió atrayendo a personalidades del mundo académico y empresarial.
Sin embargo, su red de amistades comenzó a menguar a medida que su reputación como depredador se consolidaba.
Un final polémico
En 2019, Epstein murió en una cárcel de Manhattan mientras esperaba juicio por cargos federales de tráfico sexual.
Las circunstancias de su muerte -oficialmente un suicidio- alimentaron teorías conspirativas, sobre todo entre la base más fervorosa de Trump.
Una fotografía, entre otras, de Jeffrey Epstein junto al expresidente de EEUU Bill Clinton.
El reciente retroceso de la Casa Blanca en su promesa de publicar detalles de las investigaciones ha tensado las costuras del movimiento MAGA.
Paralelamente, el traslado de Ghislaine Maxwell a una prisión de menor seguridad ha disparado las especulaciones sobre un posible indulto presidencial, especialmente por su papel como socia y confidente del financiero.
“Coleccionista de personas”
Las cartas recopiladas para su 63 cumpleaños -procedentes de intelectuales como Noam Chomsky o el físico Lawrence Krauss- retratan a un “coleccionista de personas”, como lo definieron Barak y su esposa.
Algunas misivas, como la del empresario Joichi Ito o la del biólogo de Harvard Martin Nowak, recordaban las animadas conversaciones científicas que surgían en torno a su mesa.
Aquellas cenas no solo eran un escaparate social, sino también un instrumento para reforzar la imagen que Epstein quería proyectar: la de un mecenas ilustrado, con acceso a lo más selecto de la élite global.
Ese retrato, a la luz de los abusos documentados y de la red de complicidades que lo arropó, dibuja la paradoja de un hombre que, pese a ser un delincuente sexual registrado, mantuvo durante años un asiento privilegiado en las mesas más exclusivas del poder internacional.
