En la noche de las elecciones presidenciales de El Salvador de 2019, después de ganar en primera vuelta con poco más del 52% de los votos válidos, el presidente electo Nayib Bukele, con un tono triunfalista y de desprecio, presumía de “haber hecho historia dejando atrás a los mismos de siempre”, refiriéndose a los partidos ARENA y FMLN, referentes del bipartidismo que marcó la política y la sociedad salvadoreña desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.

Y es que Bukele ya venía convirtiéndose, de forma paulatina pero segura, en un fenómeno político que había sabido hacer suyas las emociones subyacentes de un desencanto colectivo, producto de la putrefacción de una clase política, y capitalizarlas a su favor.

Es difícil poner en duda que hace más de una década, desde antes que fuera alcalde del entonces olvidado municipio suburbano de Nuevo Cuscatlán, Nayib Bukele tenía ya minuciosamente trazada su estrategia de llegada, acumulación y abuso de poder, a expensas de los partidos arcaicos que fallaron repetidamente en cumplir las expectativas de la gente y que decidieron nunca corregir su rumbo. 

Si bien la largoplacista estrategia, evidentemente carente de política pública pero sobrante de obra estética y una prolija comunicación que ocultaría altos niveles de deuda, habrá estado cuidadosamente trazada, creo que Bukele y los suyos nunca se pensaron que ésta se desenvolvería así de bien.

Más de 5,7 millones de salvadoreños estábamos llamados este domingo a elegir 84 diputados de nuestra Asamblea Legislativa.

Aunque el procesamiento de las actas electorales aún no ha terminado, ya se puede asegurar sin lugar a equivocación que el nuevo oficialismo, representado por el naciente partido Nuevas Ideas, es ahora la primera fuerza política en El Salvador. Lo lograron sin plataforma electoral, pero fundiéndose a uno con la figura del popular (y populista) presidente, en armonía coral con el fofo razonamiento de que había que “seguir haciendo historia”, tomándose la Asamblea esta vez por las urnas y no con fusiles, como se hizo el fatídico 9 de febrero de 2020, ya en la historia salvadoreña como 9-F.

Y así, un millennial muy cool con reiterados bríos despóticos que en apenas poco más de un año de gobierno ya suma a su hoja de vida política un atentado militarizado contra el poder legislativo, que acumula flagrantes violaciones de la Ley, que se rodea de funcionarios que acarrean sobre sus hombros fuertes acusaciones de corrupción a propósito de la pandemia y que se pavonea de no tener que rendir cuentas, se ha alzado ahora con una mayoría avasallante en la Asamblea Legislativa. Nada le afecta. Todo es válido.

En el caso que le afectaba, una avalancha de acciones altamente mediáticas copó los medios durante las últimas semanas previas a las elecciones, ensalzando su gran figura compasiva y misericordiosa, seguramente asegurándole más votos: entrega de dotaciones alimenticias hechas por productores extranjeros, de millones de dólares en ordenadores que llegaron a manos de quienes no las necesitaban; inauguraciones de obras heredadas en contravención al Código Electoral. Golpe con una mano, caricia con la otra. El palo y la zanahoria. Todo válido. 

Hasta ahora, Bukele, a pesar de haber hecho todo lo posible y más a pesar del ya debilitado Estado de Derecho de El Salvador, no había podido manejar a su antojo todas las instituciones. 

A partir del 1 de mayo, Nuevas Ideas contará con escaños suficientes para, sin depender de otros partidos, poder elegir un tercio de la próxima Corte Suprema de Justicia, al próximo fiscal general y a otros altos funcionarios del Estado, como el procurador de los Derechos Humanos y los magistrados de la Corte de Cuentas

Además, con este resultado Bukele tendrá la posibilidad de darle aún más impulso a su proyecto con una Constituyente con la que se busque la reelección.

En un país en el que se suponía que a la mayoría de la población ya le daba lo mismo vivir en una democracia que en una dictadura, esto no sería una sorpresa. Ahora, ha quedado claro: a la mayoría efectivamente le da igual.

Eso decidimos los salvadoreños este domingo. Decirle adiós a la democracia en nuestro país, sin una alternativa para que vuelva; al menos, por ahora.

***Eduardo Cader Peña es analista político en El Salvador.