Luiz Ignacio Lula da Silva, el presidente que gobernó Brasil entre 2003 y 2010, ha sido condenado esta semana a 9 años y medio de prisión por lavado de dinero y corrupción pasiva. El actual presidente Michel Temer, que lleva un año en el cargo, se enfrenta a una Cámara que debate si retirarle el aforamiento, para que el Tribunal Supremo Federal le juzgue también por corrupción pasiva. Está acusado de haber recibido un soborno de 500.000 reales brasileños (140.000 euros). Entre ellos gobernó Dilma Rousseff, apartada de su cargo por los diputados en agosto de 2016 acusada del crimen de responsabilidad de haber enmascarado los presupuestos con fines electorales.

Si el 2 de agosto el Parlamento brasileño decide retirar el aforamiento al presidente de Brasil, Michel Temer, asumirá ese cargo de forma provisional Rodrigo Maia, actual Presidente del Parlamento que está siendo investigado por haber recibido un soborno de 950.000 reales (260.000 euros).

Aproximadamente un tercio de los diputados brasileños están siendo investigados por corrupción, en el senado se repite esta proporción. Las investigaciones rastrean a todos los partidos, de derecha a izquierda. Este es el panorama al que se enfrenta hoy Brasil, que parece aún aletargado, restregándose los ojos después del bonito sueño de prosperidad económica y social que ha vivido los últimos años. Sin embargo, no hay gente en las calles reclamando cambio. La última huelga general del 30 de junio sufrió una desbandada de sindicatos que la convirtió en nada general. La manifestación en Río de Janeiro tuvo que cambiar el rumbo al ver que no llenaba la céntrica Avenida Río Branco.

Para el abogado y sociólogo Renan Quinalha el problema es precisamente la falta de una demanda concreta. “En la sociedad brasileña hay mucho cansancio y también deslegitimación de la clase política. Piensan que todos los políticos son iguales y que no vale la pena manifestarse, que lo que ocurre en el parlamento, no tiene que ver con su vida”.

Efectivamente parece no haber comunicación entre la política y la calle. Este jueves el presidente Michel Temer sancionaba una ambiciosa reforma laboral. Lo hace en un momento de extrema impopularidad; las encuestas le atribuyen entre un 5 y un 10% de aprobación. Pero el presidente aún demuestra fuerza en el Parlamento. Ese mismo día consiguió que la Comisión Constitucional de Justicia elaborara un dictamen contrario a que la denuncia que tiene por corrupción pasiva pueda ser juzgada en un tribunal.

Declaración premiada

Brasil está a la expectativa de que el Parlamento en pleno confirme ese dictamen y salve a su Presidente de sentarse en el banquillo. Mientras, el Fiscal General del Estado, Rodrigo Janot, está preparando otra denuncia contra él, la de obstrucción a la justicia. En mayo salió a la luz la grabación de una conversación en la que el empresario cárnico Joesley Batista le contaba a Temer que estaba mandando dinero al expresidente del Parlamento, Eduardo Cunha, que se encuentra en prisión acusado de corrupción. Ese dinero es presumiblemente la compra del silencio del preso. El presidente de Brasil no detuvo ni denunció esos pagos destinados a su compañero de partido.

Cunha permanece en silencio en la cárcel, pero podría estar negociando 'tirar de la manta' si el juez le concede alguna rebaja en su pena. Es la fórmula de la “declaración premiada”, a la que se han acogido numerosos políticos y empresarios corruptos. Gracias a ella se han conocido escándalos de delincuencia política que habían permanecido tapados hasta ahora. La contrapartida es que los ciudadanos ven cómo los que roban sus arcas públicas se libran de sus penas con impunidad sólo por reconocer sus delitos y delatar a sus cómplices.

En cuanto a Lula da Silva, parece que habrá que esperar unos 10 meses hasta que su pena de prisión se confirme en segunda instancia. Según el juez Sérgio Moro está claro que recibió la propiedad de un ático triplex como pago a los favores concedidos a la constructora OAS. Si se confirma la sentencia, Lula da Silva no podrá presentarse a las elecciones de 2018. El problema es que el expresidente lidera las encuestas en cuanto a intención de voto. De hecho, parece el único candidato fuerte ante la opinión pública. Él mismo afirmó que esta sentencia en primera instancia no le va a apartar de la carrera presidencial. Su partido no aceptará el resultado de unos comicios sin Lula da Silva.

Observando este panorama, en la sombra espera el segundo candidato en las encuestas: Jair Bolsonaro, un candidato de extrema derecha que ha defendido en varias ocasiones la dictadura militar por la que pasó Brasil entre 1964 y 1985. El domingo pasado en la turística playa de Copacabana de Río de Janeiro unos pocos centenares de personas se manifestaban a favor de una intervención militar ante la mirada resignada de los brasileños que por allí pasaban. No es un movimiento significativo, pero su presencia sí simboliza la falta de confianza actual de los brasileños en su clase política.

“Está claro que las fórmulas que existían están obsoletas, pero tengo la esperanza de un nuevo ciclo con nuevas reglas que van a reforzar nuestro sistema democrático después de esta crisis”, comenta a EL ESPAÑOL el joven estudiante de derecho Fabio Oliveira. La mayoría de los brasileños comparten su deseo, pero no coinciden en su confianza.