La promesa, repetida mil veces con mayor o menor entusiasmo, era que esta vez Occidente no iba a abandonar a Afganistán a su suerte. España acaba de demostrarlo con el rescate diplomático de parte de sus antiguos trabajadores y colaboradores en el país. La negociación a tres bandas entre los ministerios de asuntos exteriores de España y Pakistán y el emir de Catar supone una oportunidad de empezar de cero para numerosos afganos que arriesgaron su vida ayudando a nuestro país, dejando atrás la tiranía de los talibanes, cada día más asfixiante.

Teniendo tan reciente el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S, quizá sería de esperar una alerta mayor en torno a lo que está sucediendo en el país. El mensaje cuando las tropas abandonaron Kabul fue una especie de “sí, nos vamos, pero no dejaremos que se repita la historia” mezclado con un “bueno, quizá esta vez no sean tan malos estos chicos” o “peor sería que llegara al poder el ISIS-K”. En cuanto a esto último, el argumento es irrebatible: esta misma semana, tres atentados indiscriminados en mezquitas de la capital afgana han dejado en torno a cien muertos y unos mil heridos.

Ahora bien, que el ISIS-K sea una poderosísima amenaza para la estabilidad de la zona no justifica lo que estamos viendo en Afganistán cada vez con mayor frecuencia casi dos meses después de la toma de Kabul por parte de los talibanes. El protagonismo de los negociadores de Doha en los primeros fogonazos mediáticos de la crisis parecía querer vender algo que todos intuíamos imposible: gobiernos inclusivos, acceso a la educación para la mujer, cierto respeto a las posiciones políticas y sociales ajenas y protección de los que durante años han ayudado de una u otra manera a las fuerzas occidentales desplegadas en el país.

Soldados talibanes patrullando en las calles de Kabul, Afganistán. Reuters

Poco a poco, vamos viendo que, en medio de ese amago de guerra civil que se cierne entre extremistas, todas estas promesas se van incumpliendo. No es que nos sorprenda, pero bueno es que se ponga en negro sobre blanco. El Gobierno talibán, obviamente, no incluye a ninguna mujer y las mayores de doce años no han podido volver al sistema educativo. La ley y el orden en la ciudad, responsabilidad atribuida al sanguinario Khalil Haqqani, se basa en imponer la violencia en las calles y perseguir a disidentes e inadaptados a la nueva ley islámica recién impuesta. Las detenciones y las ejecuciones son moneda común. No parece que haya cambiado nada. De ahí, la urgencia en las evacuaciones.

Los famosos derechos de las mujeres

Uno de los aspectos sobre los que se suponía que iba a haber más vigilancia en lo que se iniciaba algo parecido a una ronda de negociaciones (los talibanes confiaban incluso en una financiación extranjera) era el de los derechos de las mujeres. No se iban a tolerar pasos atrás, pero lo que sabemos no invita al optimismo: en 1996, los talibanes decidieron impedir el acceso de las mujeres a la escuela con la excusa de que estaban trabajando en “un medio seguro de transporte”. Por supuesto, dicho medio no se encontró jamás y la educación secundaria quedó como un privilegio masculino.

Lo mismo está a punto de suceder en 2021. De momento, la excusa es la misma y el acceso a la enseñanza es un derecho solo para niñas de primaria. Las poco nutridas manifestaciones de heroínas dispuestas a protestar en la calle son reprimidas con dureza, a golpe de látigo y palo, como si fueran ganado. Es lo que sucedió el pasado 30 de septiembre, ante las cámaras de la CNN, cuya corresponsal jefe, Clarissa Ward, supone una anomalía en sí misma: por los motivos y acuerdos que haya llegado su cadena con los talibanes, Ward puede seguir informando con cierta libertad en un país donde las mujeres tienen el acceso al trabajo limitado.

Aunque esta medida se supone que es temporal y "en beneficio de la seguridad", nada apunta a que vaya a revertirse. El hecho de que el Ministerio de Asuntos de la Mujer, creado durante la ocupación occidental, haya sido sustituido -de nuevo- por el temible Ministerio del Vicio y la Virtud es un mensaje clarísimo. Este ministerio y sus "funcionarios" fueron los responsables en los noventa de las palizas públicas y las lapidaciones a mujeres que salían sin el burka o que osaban pisar la calle sin un familiar que las acompañara.

Una niña junto a tres mujeres cubiertas por burkas sentadas afuera de un hospital de Kabul, Afganistán. Reuters

Recientemente, el New York Times se planteaba cuánto de esto es ideológico y cuánto es una demostración de poder. En lo que los talibanes restringen derechos a la mitad de la población dejan claro, de paso, quién manda en el país. Los derechos de la mujer son un problema en prácticamente todo el mundo musulmán con contadas excepciones… pero el celo con el que los talibanes se adhieren a una interpretación de la sharia que siempre perjudica a la misma parte de la sociedad, no se ve en el resto del mundo islámico. De hecho, incluso Catar hizo público un comunicado el pasado 30 de septiembre indicando "su decepción" ante este "intolerable paso atrás".

La ruina moral, política y económica

El problema de estas medidas represivas no acaba en su ruindad moral. El trato a las mujeres y la vuelta paulatina a un día a día que recuerda cada vez más a septiembre de 2001, obviamente, tiene unas repercusiones políticas. Si hasta Catar te echa la bronca, es complicado convencer al resto de países de que te reconozcan como un igual. Aunque los talibanes siguen negociando -la pasada semana, una delegación británica tanteó el terreno en Kabul, sin avances claros-, su gobierno no encuentra los aliados necesarios, más allá de la siempre fiel simpatía de determinados sectores de Pakistán.

Ningún país ha reconocido oficialmente al 'Emirato Islámico de Afganistán' como gobierno legítimo. Después de prácticamente dos meses, nadie se atreve a dar el primer paso y se sigue mirando cada acción de los talibanes con lupa. No ayudan actos como los del pasado 25 de septiembre, cuando cuatro cuerpos aparecieron colgados en Herat para escarnio público. Se trataba de los cadáveres de cuatro presuntos secuestradores, a los que, por supuesto, no se había sometido a juicio alguno. Acusados de secuestrar a un comerciante local y a su hijo, fueron tiroteados y colgados de grúas en distintas partes de la ciudad.

Mientras siga la ruina moral, seguirá la política… y esto nos lleva al delicado terreno económico: la mayor parte del efectivo del Banco Central afgano está en Estados Unidos, como es lógico tras la ocupación. Desde que Joe Biden ordenara la congelación de todas las cuentas vinculadas al gobierno afgano, los talibanes se han encontrado con un verdadero problema de liquidez. En torno a diez mil millones de dólares descansan en cajas de seguridad estadounidenses mientras los bancos locales han fijado en doscientos el máximo a retirar, con el desastre que eso supone para el comercio y el consumo. El pago a los funcionarios públicos pronto se hará imposible.

 "Narcoestado"

Sabido es que la financiación de los talibanes ha dependido mucho durante los años del cultivo de la amapola y los opiáceos derivados. El peligro de que Afganistán se acabe convirtiendo en algo parecido a un "narcoestado" es evidente, por mucho que sus líderes insistan en que no será así… a poco que les ayuden desde fuera. Pero ¿cómo ayudas económicamente a un gobierno que utiliza ese dinero para reprimir cruelmente no ya a sus opositores sino a cualquiera que no se muestre como un fiel convencido? ¿Quién quiere ser cómplice de los talibanes pudiendo, sin más, mirar a otro lado?

Los problemas a los que se enfrentó la comunidad internacional el 15 de agosto con la caída del gobierno electo siguen estando ahí, aunque no abran informativos. Dejarlos estancarse no apunta a nada bueno ni a corto ni a medio ni a largo plazo, pero ahora mismo parece que es la elección general de la comunidad internacional. Si es lo acertado o no, en términos geopolíticos, lo sabremos en poco tiempo. De momento, las promesas de vigilancia quedan en el aire mientras el caos se apodera del país. La última vez que eso pasó, la cosa no acabó nada bien.

Un mercado de frutas en Kabul, Afganistán. Reuters

Tanta obsesión para que no se repita el horror quizá debería venir acompañada con alguna acción de algún tipo, más allá del rescate desesperado antes de que los talibanes ajusten cuentas. Los que se quedan, se quedan en unas condiciones dramáticas. Cuidar de su futuro -y su presente- debería seguir siendo una prioridad.

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