Hace exactamente cuarenta años que publiqué La ideología francesa, la denuncia de un fascismo francés que, en mi opinión, aún no había dicho su última palabra. Si tuviera que lamentar algo, lo único sería que en este libro de ira y verdad, quizás me precipité en mi juicio sobre Bernanos.

Hoy leo el vibrante ¿Adónde vamos? publicado originariamente en septiembre de 1943 en Lyon, en los Cahiers du Témoignage chrétien clandestins, y ahora reeditado en Éditions du Seuil. Estoy devorando este textito, esta octavilla, lanzada desde la granja de la Cruz das Almas, en Brasil, donde se exilió el autor de Grandes cementerios bajo la luna y que, en aquel momento, acababa de recibir a Stefan Zweig, a quien poco le faltaba para su suicidio.

Desde allí, Bernanos, día tras día, llevaba cinco años pico y pala, con sus encendidas palabras, para transmitir su obsesión por la paz a toda costa, denunciar la renuncia a la libertad y el “enmohecimiento de Vichy”. He descubierto en su texto un magnífico grito contra los totalitarismos de hoy y de mañana; un llamamiento a la insurrección de los “hombres de Europa”, a la resurrección del “espíritu de heroísmo” que dormita en cada uno y a la consolidación del único frente que vale la pena, el de las “almas”.

Salvo un desvío que constituye un dicterio al “señor Roosevelt”, el trasfondo del texto es una denuncia de la “plutocracia” que recuerda el tono detestable de su época de Acción Francesa. O, al final, una azarosa reflexión sobre el “mismo camino” recorrido “en pocos años” por los regímenes totalitarios y “en un siglo o dos” por las democracias liberales.

Sin embargo, Sébastien Lapaque, que presenta esta reedición, tiene razón: ni rastro aquí del antisemitismo de los primeros tiempos. El viejo león, convertido en un católico errante y consciente de su verdadero linaje, cree firmemente que cada gota de sangre judía derramada por la canalla nazi vale más que todo el púrpura del abrigo de un cardenal fascista. Y aquí tenemos un buen ejemplo de ese periodismo trascendental que propugnaba Maurice Clavel y al que exhortaba, hasta los borradores de La ideología francesa, a la generación de nuevos filósofos.

El viejo león, convertido en un católico errante y consciente de su verdadero linaje, cree firmemente que cada gota de sangre judía derramada por la canalla nazi vale más que todo el púrpura del abrigo de un cardenal fascista

Y, por aquí, otro viejo león. El reverso de la imagen, en muchos sentidos. Uno de los enemigos acérrimos del joven y no tan joven Bernanos, que veía en él la encarnación de ese blandengue radical, enorme y ciego que tanto aborrecía. Uno de los objetivos, si no el objetivo, del “viejo maestro”, Édouard Drumont, que se pasó la vida arrastrándolo por el barro y que acabó, en pleno Caso Dreyfus, agotado de esos infames ataques, por morder el polvo en un memorable duelo con pistola.

Me refiero a Clemenceau, por supuesto. El dreyfusard Clemenceau. El republicano anticolonialista y opositor a la pena de muerte, Clemenceau. El artífice de la victoria de 1918, el amigo de América y de los anglosajones, Georges Clemenceau, al que la patria, en agradecimiento, no dudó en echar, como a Churchill, un cuarto de siglo después...

Estoy leyendo la novela de Nathalie Saint-Cricq sobre sus últimos años y, en especial, sobre su último amor. Devoro el relato, extraído de las mejores fuentes, de su febril pasión por la joven Marguerite Baldensperger, su última editora, la mujer que fue testigo de sus últimos pensamientos y a la que hizo este hermoso juramento (que da título al libro): “Te ayudaré a vivir, tú me ayudarás a morir”.

Descubro la sombría belleza de este momento cuando, al final, casi a punto de morir, con las manos enguantadas de cuero para evitar que se le caiga la piel a tiras, aún encuentra la fuerza para escribir un libro que sirva como respuesta a Foch, cuyo testamento acababa de publicarse -de manera póstuma-, y quien, retomando por última vez las calumnias que recibió a lo largo de toda su vida, le niega su ración de gloria y su honor.

Y me digo que este joven de 88 años, este deportista flaco y tambaleante, este paladín de un laicismo que teme ver morir con él, es -qué duda cabe-, si hemos de creer a ese talentoso “mentiroso que dice la verdad”, un gemelo invertido o, como mínimo, paradójico del antirrepublicano Barbacena, que pasó sus últimos años, también como un loco, dando la voz de alarma: “El Estado pagano ha resucitado”. 

Estoy leyendo la novela de Nathalie Saint-Cricq sobre sus últimos años y, en especial, sobre su último amor. Devoro el relato de su febril pasión por la joven Marguerite Baldensperger

Y luego -tercera lectura de la semana-, una novela, de François Meyronnis -cofundador, con Yannick Haenel, de la revista Ligne de risque- titulada El Mesías. En ella, entre los cafés parisinos de Le Select y Les Deux Magots, nos cruzamos a un ermitaño ruso que se alimenta de miel, leche y su propia libertad personal.

A mi viejo amigo Bernard Lamarche-Vadel, un joven suicida de la sociedad de principios de los años 2000, en busca del último bastón de Nietzsche -¿quizá para romperlo?-.

Al espectro de Antonin Artaud confiando, en 1942, cuando Vichy había decidido matar de hambre a los internos de los hospitales psiquiátricos, en que “comiendo” se llega a encontrar al Dios de Ezequiel. Visitamos Umán, una ciudad ucraniana que conozco muy bien y donde se encuentra la tumba de Najmán de Breslev, el rabino cuyas palabras “ardían como una brasa al rojo vivo” y que profesaba, hace dos siglos, que está prohibido ser viejo y que la última preocupación del sabio moribundo debe ser evitar, como Mallarmé, que un estrechamiento de la glotis le corte a uno prematuramente la respiración.

¿Qué tienen que ver todas estas cosas? Nada, tal vez. Salvo que pintan la misma edad oscura y nefasta que uno siente, a veces, cuando está a punto de venir un nuevo diluvio. Es la misma Francia moralmente agotada, emponzoñada por su propia bilis y que solo parece ocupada en arbitrar entre sus demonios.

Me alcanza, repentinamente, el sueño de una unión improbable de la caballerosidad cristiana de uno, el heroísmo republicano del otro y la profecía de un judío para recordar que no hay mandamiento más elevado que el de estudiar, pensar de nuevo y hacer que la ley hable más fuerte que los ruidos perniciosos de estos tiempos. Es Pascua.