Conocí a Jean-Claude Fasquelle hace casi cincuenta años. Era esbelto. Excéntrico. Tan juerguista como erudito. Tan fiestero como editor. Era parlanchín, cierto, muy parlanchín, elocuente incluso, diría yo.

La primera vez que lo vi, en lo alto de la escalera de madera de Grasset, por la que subíamos con el corazón latiendo a toda velocidad, como si fueran las del Olimpo, aún no tenía esa majestuosidad de burgrave, de homérida, que, más tarde, resultaría intimidante para sus autores más jóvenes.

Venía de familia bien, me lo presentó Jean-Edern Hallier; entonces aún dudaba entre los húsares y los maoístas, Jacques Laurent y Jean-François Bizot. La vida siempre le sonrió y fue tan afortunado, para empezar, por tener a su lado a su eterno amor, la luminosa Nicky Jegher, que no estoy seguro de que en aquella época quisiera ser rey, papa o incluso cardenal de las letras. O sí, pero, tal vez, a la manera del cardenal de Bernis remozada por su compañero Roger Vailland.

Jean-Claude Fasquelle.

Y entonces, una buena mañana, el principito se transformó. No sabría decir, aunque lo veía todos los días, qué le pasó. ¿Puede que fuera la marcha de Françoise Verny, que durante mucho tiempo fue su regente? ¿Quizá fue la de Bernard Privat, algo antes, que fue su predecesor en Grasset y a quien su propio tío, el armador marsellés Francis Fabre había ido a decirle: “¡No confíe jamás las riendas de su editorial a mi sobrino Jean-Claude, ¡es un diletante!”?

Al final, lo cierto es que acabó por creer que no hay nada más grande en este mundo que un gran libro. Entró en el mundo de la edición como quien se mete a cura. Se convirtió en monje-editor como quien se convierte en “monje-soldado”, dispuesto a todo por la causa.

 La vida siempre le sonrió y fue tan afortunado, para empezar, por tener a su lado a su eterno amor, la luminosa Nicky Jeghe

Y no contento con convertir Grasset en el refugio de un puñado de grandes plumas de la época, transformó su propia casa en la plaza Vergenne de París, y luego también su casita de Cadaqués, en hogares alegres y encantados, anexos de Grasset, donde esos niños grandes que a menudo son los escritores sabían que podían encontrar, en cualquier momento, a cualquier hora, un consejo, una palabra de aliento; a veces algo tan sencillo como el ánimo para no tirar la toalla.

Recuerdo que, de buena mañana, salía a comprar erizos al mercado de Cadaqués para colocarlos en algún hueco de alguna roca poco profunda; así, los más melancólicos del grupo se extasiaban al sacar un ejemplar con su salabre, tras haberse sumergido con el tubo y las gafas: “¡He cogido uno, he cogido uno!”.

Recuerdo que, la temporada de premios, en otoño, la vivía, según el año, como una marcha de las águilas o un Waterloo provisional. En esas fechas, Edmonde Charles-Roux o esa mujer que formaba parte del jurado del premio Femina y a quien se apodaba, simple y llanamente, “la Duquesa” (por la de La Rochefoucauld, su primera suegra), iban a verlo, lívidos, despeinados, tras la comida de la votación, para informarle de los kriegspiels o del último combate.

Recuerdo que convirtió Grasset no en una banda, una pandilla o un equipo de rugby, como a veces se dice, sino en una compañía de mosqueteros que luchaban en la única guerra que le importaba: la lucha por la vida de los escritores. Jean-Claude se convirtió en un estratega inmóvil. Un hombre airado de sangre fía. Un editor de capa y espada.

Y no contento con convertir Grasset en el refugio de un puñado de grandes plumas de la época, transformó su propia casa en la plaza Vergenne de París

En ese momento, Jean-Claude calló. Dejó de hablar para que hablaran sus autores. Se convirtió en un virtuoso del silencio porque prefería escucharlos, prestar atención a sus palabras. Cuando decía que era duro de oído, era para que su tercer oído, el verdadero, escuchara lo que compartían Gabo y Eco, Maurice Clavel y las primeras escritoras feministas contemporáneas Gisèle Halimi, Annie Leclerc, Christiane Rochefort..., no se dice lo suficiente que fue Grasset quien las publicó por primera vez.

Tras sus gafas sempiternamente empañadas, tenía un ojo tan diligente como el de un novelista. Cuando se le leía en voz alta, como acostumbraba a hacer yo, el borrador de un manuscrito, a veces parecía que se adormilase, pero, como su amigo Lucien Bodard, era la esfinge de la rue des Saints- Pères; era capaz de reproducir al instante siguiente el matiz más ínfimo del texto.

Y tenía una gran memoria, era un experto en transacciones secretas que solo él y unos pocos historiadores de la edición conocían: un día invocaba el fantasma de Émile Zola para desterrar al de Maurice Barrès; otro lo veías con una música antigua en la cabeza que confería una extraña cadencia a su lectura.

Nada le gustaba tanto, al contrario que los surrealistas, como resucitar un cadáver (Le Sagittaire, primera editorial de los dos André, Malraux y Breton, que recuperó en 1975); empujar la carrera de un joven proustiano de sesenta y pico años (Bernard de Fallois, al que ayudó a fundar, en 1987, la editorial homónima), y este último capítulo: al final de su vida, con la editora italiana Elisabetta Sgarbi, cofundó la Nave di Teseo, su última editorial, y así reencarnó un poco la leyenda del misterioso multimillonario rojo Giangiacomo Feltrinelli… Por todo eso, fue uno de los grandes editores del siglo XX. Y todavía quedamos algunos que le debemos nuestro bautismo literario.