El 15 de marzo de 2019, un hombre armado entró en dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, y asesinó a 51 personas. Momentos antes de los atentados, publicó en línea un manifiesto en el que aludía a la teoría del ‘Gran Reemplazo’, según la cual se está produciendo un “genocidio blanco” fruto de las migraciones y sus tasas de natalidad. El tirador decía ser un “ecofascista etnonacionalista” y, entre otros, pregonaba matar ciudadanos musulmanes para “acabar con la superpoblación y así salvar el medio ambiente”.

La proclama de la masacre de Christchurch no cristalizaba una simple anécdota. El ecofascismo se basa en el convencimiento de que es necesario detener la degradación ambiental con instrumentos como el control de la población e incluso el genocidio. Una postura que recuerda a la rama del nazismo Blut und Boden (sangre y tierra). Los ecofascistas tienden a culpar a la inmigración no blanca de la superpoblación, y se oponen al industrialismo, la expansión urbana, y un “globalismo” que, afirman, plaga su territorio de elementos “invasores”.

Bernhard Forchtner, analista del Centro de Análisis de la Derecha Radical del Reino Unido y editor del libro La extrema derecha y el medio ambiente, sostiene que “hoy en día el ecofascismo está motivado por la creencia en una conexión entre un pedazo de tierra y un grupo étnico (el Volk), al menos en términos de patrimonio y paisaje cultural. Esta conexión es excluyente: piensan en "nuestro" territorio, ya que consideran que ha evolucionado con "nosotros" y no debe cambiarse por la afluencia de "otros". El ecofascismo lleva esto al extremo imaginando medios eco-dictatoriales, porque la degradación ambiental, según ellos debida a la modernidad liberal antropocéntrica, amenaza la existencia de 'nuestro Volk'”. 

El ecofascismo se basa en el convencimiento de que es necesario detener la degradación ambiental con instrumentos como el control de la población e incluso el genocidio.

Pese a ser el gran precedente, los nazis no fueron los primeros que establecieron una relación entre ambientalismo y autoritarismo racista. Peter Staudenmaier, autor del libro Ecofascismo. Lecciones sobre la experiencia alemana y profesor de la Marquette University, explica que “a finales del siglo XIX y principios del XX, muchas corrientes de los movimientos conservacionistas emergentes eran fuertemente autoritarias, y las teorías raciales eran algo común. En Estados Unidos, Madison Grant fue tanto un conservacionista prominente como un defensor activo de la eugenesia, y estaba entre los principales promotores del racismo científico. Hubo bastantes figuras similares, como Paul Förster, Gustav Simons o Hermann Löns mucho antes de 1933”. Grant escribió el libro ‘The Passing of the Great Race’ (1916), que posteriormente Hitler definió como “mi Biblia”. Aún así, Staudenmaier matiza: “Soy reacio a establecer una conexión demasiado directa con el nazismo, ya que éste fue atípico en diversos aspectos, pero muchos ecofascistas remontan su herencia a las facciones “verdes” del nazismo”.

Tras el Tercer Reich, si alguien ha influido en el universo ecofascista es el finés Pentti Linkola, ecologista radical tecnófobo, que apostó por detener la inmigración y establecer controles de natalidad, además de tontear con ideas eugenésicas, aludiendo a una “poda controlada” de la humanidad. En esa línea, el reaccionario norteamericano Garrett Hardin formuló que la “carga del planeta” estaba llegando a su límite por el crecimiento de población del sur global. Una zona que actualmente abarca a los países con menor huella de carbono. 

Hoy, los expertos coinciden en que el ecofascismo es una preocupación notable pero aseguran que se trata “de un grupo limitado de personas de las que sabemos relativamente poco”, en palabras de Bernard Forchert. El experto afirma que “el ecologismo de extrema derecha es más amplio que el ecofascismo”, siendo este último la versión más virulenta. Sin embargo, no son pocas las muestras de simpatía que extremistas violentos y grupos neonazis han dedicado a lo que ellos entienden como la protección de la tierra. Se considera que el chamán de QAnon que participó en el asalto al Capitolio suscribe ideas ecofascistas. Otros ejemplos son los cánticos “Blut und Boden” en las manifestaciones Unite the Right de Charlottesville, o la difusión ambientalista del Greenline Front. 

Así mismo, organizaciones aceleracionistas como la Atomwaffen Division y La Base, que promueven la idea de acelerar el colapso del sistema mediante el terrorismo para generar una guerra racial de la que surgirían etnoestados blancos, han divulgado propaganda sobre ecologismo racista en Telegram, chats como Discord y el desaparecido foro Iron March. Algo que también ha hecho el Patriot Front y la ya extinta Green Brigade. La Atomwaffen ha utilizado reiteradamente el dibujo de Theodore Kaczynski, alias Unabomber, conocido por los atentados que perpetró en los años 90 como protesta por la expansión industrial y un “desenfrenado” avance tecnológico.

El autor de la masacre de Oslo de 2011, donde fueron asesinadas 77 personas, publicó un documento que copiaba partes del Manifiesto de Unabomber de 1995 y citaba al conservacionista Madison Grant. En agosto de 2019, un joven mató a 22 personas en un Walmart de El Paso por lo que él llamó la “invasión hispana de Texas”. Antes del ataque difundió un manifiesto en el foro 8chan en el que, frente a la degradación ambiental, animaba a “disminuir el número de personas en Estados Unidos que utilizan recursos” porque “entonces nuestra forma de vida podrá volverse sostenible”.

Hoy, los expertos coinciden en que el ecofascismo es una preocupación notable pero aseguran que se trata “de un grupo limitado de personas de las que sabemos relativamente poco”

Para David Neiwert, especialista en movimientos de ultraderecha y autor del libro Alt-America: The Rise of the Radical Right in the Age of Trump, “hay una relación muy directa” entre el ecofascismo y el aceleracionismo. El escritor explica que una de las tácticas de reclutamiento del supremacismo aceleracionista es “aprovechar las preocupaciones legítimas sobre el cambio climático y las extinciones masivas, presionando por el genocidio como la única solución”. No es de extrañar entonces que el tirador de Christchurch, Brenton Tarrant, llamase a una parte de su manifiesto ‘Desestabilización y aceleración: tácticas para la victoria’ 

En 2019, el 81% de los atentados de Estados Unidos fueron obra de individuos vinculados al supremacismo blanco, indican datos de la Anti-Defamation League, aunque no se sabe cuántos de ellos abrazaban las teorías ecofascistas o aceleracionistas en sí mismas. 

En este panorama, tampoco sorprende el uso de la Covid-19 para sumar adeptos. Según David Neiwert, el supremacismo promueve ese reclutamiento “utilizando teorías de la conspiración, como que la Covid-19 es producto del 5G, que la vacuna contendrá un microchip, o que la pandemia fue ideada por los globalistas como forma de controlar a la población”. “Asociados a estas teorías hay movimientos que buscan socavar las medidas de salud pública, muchos de los cuales terminan atrayendo a los conspiracionistas a sus universos alternativos antigubernamentales”, determina Neiwert. 

Lejos de estos extremos, se observa además un aumento de la agenda medioambiental en grupos y partidos ultranacionalistas, en contraste a las conocidas posturas negacionistas de la crisis climática. No pasan inadvertidas las palabras de Marine Le Pen durante un mitin en abril de 2019: “A quien es nómada no le importa la ecología porque no tiene tierra”. En la campaña de las elecciones europeas, la Agrupación Nacional afirmó: “Las fronteras son el gran aliado del medio ambiente, y a través de ellas salvaremos el planeta”. Con la misma retórica, el partido serbio animalista de extrema derecha Levijatan ha abogado por proteger el medio ambiente controlando “a la inmigración no deseada”, y ha protestado ante centros de personas refugiadas de Belgrado. 

En este panorama, tampoco sorprende el uso de la Covid-19 para sumar adeptos. Según David Neiwert, el supremacismo promueve ese reclutamiento “utilizando teorías de la conspiración

“En Alemania, después del cierre de una revista ecológica de extrema derecha, inmediatamente comenzó a publicarse otra. El cambio climático ha puesto los problemas ambientales en el centro e incluso aquellos que lo negaban están tratando de encontrar puntos de conversación 'verdes', como el partido Alternativa para Alemania”, señala Forchtner, quien remarca que éste “es un ambientalismo potencialmente peligroso”, que desde su esquema de “protección del medio ambiente nacional” puede llegar a amplios sectores de la población. 

En todo caso, son muchos los partidos europeos de extrema derecha que, aún no siendo necesariamente negacionistas, no se suman al consenso sobre la crisis climática. Algunos de ellos son la Liga Norte, que no tiene un posicionamiento claro, el UKIP de Reino Unido o el Partido por la Libertad holandés. Un estudio del think tank Adelphi recoge que hasta 2018 una gran parte de los grupos de este paraguas ideológico votaron en contra de las resoluciones del Parlamento Europeo sobre la crisis climática y la energía. 

Según Peter Staudenmaier, si se debe extraer alguna lección de la experiencia alemana es que “las políticas ecológicas son volátiles”. “Aquellos comprometidos con una sociedad democrática deberemos pensar en cómo presentamos los argumentos ambientales a un público más amplio. No podemos asumir que estas posiciones se alinearán naturalmente con una visión social emancipadora”, remacha el profesor. Porque parece que, más allá de las formas que tiene la extrema derecha de entender o capitalizar el ecologismo, hoy en día el ecofascismo está cogiendo fuerza. Hace varios atentados que demostró que no era una anécdota. 

**Celia Castellano es periodista