Se puede argumentar que, durante el verano, no hubo brotes en los cines. Indignarse por la ceguera de los burócratas que han concedido a los franceses el derecho a aglomerarse en el transporte público, pero no el derecho a sentarse en las butacas rojas del cine o del teatro, aun cuando la gerencia de las salas ha cumplido con las normas sanitarias.

Se nos puede antojar obsceno decir, con ese tono de exagerada familiaridad que parece haberse convertido en el nuevo modo de gobernanza, que el 7 de enero será, para la cultura, una fecha no de "reapertura", sino de "reencuentro". Cabe predecir que ese "reencuentro" pasará antes por volver a consultar a los comités de turno, por un nuevo desfile de ciencia médica embriagada de sí misma.

También puede ser un buen momento para acordarse de aquella frase de Godard que decía que la televisión te hace bajar la cabeza y el cine te hace alzarla.

O para recordar aquellas páginas de Sartre, en Las palabras, evocando una vida rodeada de libros, y pensar en los momentos de nuestra vida que sucedieron en una de esas butacas, en una de esas salas a oscuras.

La verdad es que, en este asunto, hay una espuma del mar de fondo a la que, antes de que sea demasiado tarde, debemos tomarle la medida.

1. El pasado mes de marzo, cuando las librerías echaron el cierre, sucedió algo que se repite ahora con los teatros, los museos y los cines. Y ese algo —que, a mí, personalmente, me parece escalofriante— es que la cultura, la entendamos como la entendamos, se ha convertido en una variable de ajuste, y que estos bienes —los libros, las obras del espíritu, las películas—, en la Francia del primer ministro, Jean Castex, no son bienes esenciales.

2. Los atenienses, inventores de la democracia y de la ciudad, tenían el deber moral de ir a los espectáculos. El neociudadano, el de la democracia sanitaria, no tiene la necesidad de acercarse a esos sitios. Por el momento, en Francia, incluso está prohibido. Y los eventuales Sófocles de hoy en día, nuestros posibles Lubitsch, Antonioni o Éric Rohmer, son miembros intermitentes de la sociedad a quienes ya no llamamos más que "gente de la cultura" y a los que se les hace entender, como antaño hizo el obispo de Salzburgo con Mozart, que son subalternos, sirvientes.

El teatro Saint-Georges de París, cerrado a cal y canto. Reuters

3. ¿Por qué los antiguos tenían esa obligación moral de sentarse en las gradas de Epidauro, Siracusa y, más adelante, de Nimes o de Orange? Porque sabían que no sólo somos cuerpo. Sabían que, si bien es hermoso proteger el cuerpo, más hermoso es aún considerarlo el cofre del espíritu y así convertir en santuario esa otra parte que lo habita.

Así concluyeron que, para ello, los guardianes de los santuarios —coreógrafos, actores y escritores— debían tener las llaves de la ciudad. Sin embargo, el cierre de los teatros significa completamente lo contrario. Es una amenaza contra estos cuerpos en peligro, privados de cultura. Y, si esta situación se prolongase, o si al final nos acostumbrásemos a ella, sería como decir adiós a esos otros anticuerpos que son obra de la mente.

Sin duda, todavía no hemos llegado a ese extremo, pero asistimos al apogeo de la triunfante biopolítica que denuncié en Este virus que nos vuelve locos. Estamos en el corazón de un confinamiento que, con todo lo que la palabra acarrea de peste tamizada con éter, trabaja por mermar la inteligencia, la invención humana y, por ende, la vida.

Me imagino grandes capitales en las que Netflix reemplazará las salas para siempre

4. Las ciudades, en los tiempos de Sófocles o de Juvenal, aunque también en los de Baudelaire y Walter Benjamin, ya eran dormitorios. Eran lugares donde la colmena humana vivía atareada con sus cosas, con su trabajo. Pero también eran espacios por los que se nos invitaba a deambular, a pensar, a soñar. Eran teatros, luego cines, donde la humanidad imaginaba una vida y un destino.

Al permitir que las ciudades fueran ciudades se permitía que los sujetos fueran sujetos y que los pueblos fueran pueblos... Tampoco es cuestión de dramatizar aquí más de la cuenta, pero hoy veo a mi ciudad sin sus cines, sin sus teatros. Me imagino grandes capitales en las que Netflix reemplazará las salas para siempre. Entonces, sí, nos veremos reducidos al estado de hormigas trabajadoras. Por eso, dejar a los cineastas, directores, editores y actores en el limbo de la inacción es un crimen contra las ciudades, una manera de destruir la civilización y de acabar con esa parte del vínculo social que las salas mantenían vivo.

5. Una última cosa, para acabar. El "distanciamiento", que nos repiten en bucle los náufragos de la cultura, también fue una palabra que usaron los griegos. Luego los romanos. Luego los clásicos. Luego, con Brecht, los modernos que reflexionaron sobre la virtud metafísica del espectáculo.

Ahora bien, ironías de la historia, mientras que Brecht pensaba en el distanciamiento, a través del teatro, de las pasiones mortales que nos turban, el señor Véran, nuestro ministro de Sanidad, habla de un distanciamiento entre todos y cada uno de nosotros; del confinamiento de cada cual en su nueva soledad digital; de la concentración del sujeto en su pequeño puñado de impulsos potencialmente funestos; de modo que debemos, una vez más, llamar al pan, pan y al vino, vino, igual que hizo aquel otro pensador de las artes escénicas, Antonin Artaud.

Las sociedades humanas tienen la potestad de elegir: bien el teatro, bien el sacrificio. O catarsis o crueldad. O la distancia, a través de la ficción, con el lobo que dormita en nosotros, o entregarnos a la satisfacción de sus instintos, urbi et orbi. Ese es el riesgo que corren los que nos hacen esta promesa del "reencuentro": el ser humano, sin arte, es un monstruo; alimentado por sobrecargas de frustración e ira, se vuelve capaz de lo peor, una vez más.