¿Es necesario, como se prevé en el proyecto de ley francés contra los separatismos, imponer no solo la formación, sino la escolarización obligatoria para todos los niños? No deja de ser este el debate que opuso, en los primeros días de la Filosofía, al Platón de La República y al Aristóteles de la Política. Es una aporía del pensamiento talmúdico que, sin cuestionar la transmisión familiar del legado del conocimiento y la sabiduría, pone "al maestro por encima del padre" y llega a decir que cuando ambos van en un barco y hay riesgo de que se ahoguen, al maestro es a quien conviene salvar primero.

Esta idea ha estado también muy presente en las mentes de grandes pensadores católicos, especialmente jesuitas, que se vieron ante la expansión relámpago, en los hogares, del luteranismo y más tarde del calvinismo. Al principio de la Revolución francesa, este tema también fue central en el gran proyecto educativo de Louis-Michel Lepeletier de Saint-Fargeau, antepasado lejano de Jean d’Ormesson, quien explicó que la escuela, y nada más que la escuela podía arrancar a los niños "del orgullo de las familias", de "los prejuicios de los individuo" y de la "ponzoña de la desigualdad".

Ambas posiciones son evidentemente defendibles. Es muy comprensible que el lado espartano de la escolarización obligatoria, el riesgo de reclutamiento que implica e incluso el uso que hacen de esta los regímenes totalitarios hagan preferible la cautela de Cóndor, que le replicaba a Rabaut Saint-Étienne que, si bien la "formación" es 2responsabilidad de los poderes públicos", la "educación" sigue siendo responsabilidad de los padres.

Una mujer sostiene un cartel en el que se puede leer "Soy profesora" durante una de las manifestaciones celebradas en Francia en repulsa por el asesinato de Samuel Paty. Reuters

El problema, hoy en día, es el islamismo. El surgimiento del comunitarismo. La forma en que los nuevos totalitarios se están aprovechando del privilegio familiar para educar a las mujeres en la sumisión y a los hombres y mujeres en el odio a la República. Frente a este nuevo peligro, tenemos que ser firmes y pragmáticos en nuestros principios. Y recuperar, sin que nos tiemble el pulso, el recuerdo olvidado de la escolarización obligatoria.

Conozco un poco a Tony Blinken, el secretario de Estado que ha nombrado el presidente Biden para su mandato y que tomará posesión en su cargo el 21 de enero del próximo año. Cuando era el adjunto de John Kerry, a veces hablamos del Kurdistán. Recuerdo, en particular, aquel día de noviembre de 2015, el día después de la batalla de Sinjar, cuando los combatientes kurdos sirios e iraquíes luchaban por el control de los barrios de la ciudad, que se acababa de liberar de la garra del Dáesh.

Aquel día lo vi, a 10.000 kilómetros de distancia, hacer gala de un conocimiento del terreno solo comparable con su arte de la diplomacia. Era capaz de arbitrar, casi calle por calle, el conflicto entre hermanos, momentáneamente enemigos. También sé que, junto con Samantha Power, Susan Rice y otras personas, fue de los que, durante la presidencia de Obama, albergaron muchas dudas por la falta de respuesta por parte de la administración estadounidense ante el gaseado de niños sirios, algo que había considerado una “línea roja”. Sé que considera a Europa, y a Francia en particular, otra patria de corazón con la que su país no puede, sin renegar de sí mismo, cortar todos los lazos.

Tony Blinken, en una imagen de archivo. Reuters

Y luego están también los azares de una infancia y una adolescencia parisina, el recuerdo de un gran educadora cuyo nombre —Mademoiselle Minot— ya no dirá nada, por desgracia, a la gran mayoría de mis lectores; fragmentos diseminados pero precisos del recuerdo me hacen pensar que sé un poco sobre lo que significó para él criarse con un superviviente de Auschwitz, un activista de la Idea Europea y defensor, en La sangre y la esperanza, de la alianza sagrada entre la vieja y la nueva Europa: su padrastro, Samuel Pisar. Para pasar página de los últimos cuatro años, para ahuyentar a los demonios del "America First", y al hacerlo, no ceder a la tentación de lanzar por la borda, con el rumbo iniciado por Trump, el histórico acuerdo que acaba de nacer entre los Emiratos Árabes Unidos e Israel. ¿Alguien da más?

Yo no obligo a nadie a que las compartan, pero, en el asunto de la policía, tengo tres brújulas.

 si uno quiere (...) que los hombres no se devoren los unos a otros, entonces hay que implantar un cuerpo de pacificadores que sea consustancial al Estado de derecho

1. En 1969, Jacques Lacan se burló de quienes seguían gritando "CRS SS" y se negaban a prestar oídos a que la denuncia de los "abusos policiales no había nacido ayer": según él, los "abusos" podían ser justo eso, atropellos, errores; un puñado de "ovejas negras" no conformaban una horda totalitaria o fascista. Era fundamental que el juicio contra el "Estado policial" no se convirtiera en el juicio, tan antiguo como la civilización y su malestar, en uno contra el "Estado con policía".

2. Hegel emplea un capítulo de los Principios de la Filosofía del Derecho en demostrar que, si no uno no quiere milicias, necesita una fuerza policial: uno puede, nos da a entender, querer volver a una sociedad en guerra consigo misma; uno puede resignarse al choque de pasiones, intereses y comunidades contradictorias, pero si uno quiere que la razón prevalezca, si quiere, como dirá Levinas, que los hombres no se devoren los unos a otros, entonces hay que implantar un cuerpo de pacificadores que sea consustancial al Estado de derecho.

3. También pienso en los grandes discursos de Rabaut Saint-Étienne, aquel gran girondino que hoy aparece tanto en esta columna. Él, unos años antes, en el fragor de los debates previos a la Constitución, lo había dejado todo dicho: no hay "poder" sin "organización"; no hay "máquina" sin "motor"; no hay "Maréchaussée" —aquel cuerpo militar del la Edad Media— que no sea otra cosa que un "arma suspendida en el templo de la libertad", y no hay policía que, en otras palabras, encuentre su ley fuera de sí misma, en el cielo del Ideal y de los valores cuyo respeto puede imponer solamente porque es la primera en no quebrantarlos. En Balzac es donde el "miedo" (el miedo que esta inspira y a veces siente) es "el dios de la policía". Entre quienes redactaron la Declaración de los Derechos del Hombre, este cuerpo policial tranquiliza (pero solo en la medida en que sitúa el Bien Público por encima del egoísmo y la parcialidad). No impongo nada, no. Pero espero al menos que uno aprenda, dadas las circunstancias, a contar hasta tres.