Un campesino extrae la resina de una amapola en Afganistán para venderla y alimentar a su familia. En Irán, una patrulla fronteriza persigue el opio que salió de esta planta para evitar que se venda en su país ni salte al resto del mundo.



En Baltimore (EE UU), un hombre de 55 años, que consume heroína desde los 11, pide ayuda en un centro médico móvil aparcado en la puerta de una cárcel.



Todo comienza en el interior de una flor.

Amapolas y disparos

Son las 4.30 y Amrullah Khan reza en su hogar antes de ir a su campo de amapolas. Vive en el inseguro distrito de Khogyani, en la provincia oriental de Nangarhar. Aprendió a cultivar de su padre, y éste del suyo, y ha entrenado a sus hijos en el arte de esta planta prohibida, en la que empiezan a trabajar con unos diez años. Amrullah es uno de los 590.000 campesinos que han convertido Afganistán en el mayor vendedor de opio del mundo, el producto de esta flor.



"Es lo más duro que hay", cuenta el jornalero, que con la venta de la resina alimenta a los 13 miembros de su familia: "Tienes que trabajar durante meses desde la mañana hasta la tarde, daña tu salud y arruina el futuro de nuestros hijos".



Vestidos con sus ropas más viejas, que quedarán pronto inservibles por el marrón intenso de la resina, los jornaleros comienzan a hacer incisiones en las cápsulas, de las que extraen la conocida como "leche de amapola".



El opio se vende a escondidas. Lejos queda la época en la que se hacía abiertamente "en el campo o en los bazares locales". Ahora, los comerciantes se acercan sin hacer mucho ruido a la aldea, o los mismos agricultores llevan la amapola "en secreto a las áreas inseguras y controladas por los talibanes". Lo que no faltan son compradores. "Todos están involucrados para ganar unos céntimos", sean funcionarios gubernamentales, talibanes o narcotraficantes, cuenta Amrullah.



Con frecuencia, la cosecha se ve interrumpida por combates entre las fuerzas de seguridad afganas, los talibanes y el grupo yihadista Estado Islámico (EI). Nunca se sabe de dónde llega la última ráfaga de disparos que les obliga a correr.



Este año el cultivo de amapola no ha sido bueno, y Amrullah sólo ha obtenido de su venta 400 dólares, frente a los 2.000 dólares del año pasado. El dinero obtenido apenas cubre para pagar los fertilizantes y la mano de obra, por lo que pedirá un adelanto a un narcotraficante para la próxima cosecha.

Agricultores extraen opio (heroína cruda) de los capullos de amapola y los conservan en el distrito de Khogyani.

Punto de distribución

En Irán, la jornada también empieza muy pronto para los guardias fronterizos.



Zanjas, alambradas, muros y torres de vigilancia sobre los 900 kilómetros de línea entre los dos países vecinos. Apoyados por la Policía Antinarcóticos, se dedican principalmente a evitar que la droga entre en su país. En las últimas tres décadas han desmantelado unas 50.000 bandas, aseguran.



Las provincias con mayor actividad son las de Sistán y Baluchistán y Jorasán del Sur, en el sudeste del país. Son la vía terrestre tradicional, pero hay que añadir la marítima, que tiene su epicentro en la región meridional de Hormozgan, en el golfo Pérsico.



Existen otras rutas para la salida de Afganistán de la heroína, el opio y el cristal, entre otras drogas: hacia el norte y el oeste del país, a través de Pakistán o hacia el sur por el océano Índico; pero son vías más largas que implican mayores dificultades y capacidades.



"La ruta más cercana a Europa es la que conduce a la fronteras de la República Islámica de Irán y para los contrabandistas tiene importancia que la droga llegue más rápido", explica el jefe de la Policía Antinarcóticos de Irán, el general de brigada Mohammad Massoud Zahedian.

Agricultores extraen opio (heroína cruda) de los capullos de amapola y los conservan en el distrito de Khogyani.

Este esfuerzo, cuenta, se ve lastrado por la escasa ayuda internacional, tanto financiera como logística, y por las sanciones de Estados Unidos, que impiden adquirir a Irán equipamientos necesarios y modernos, especialmente para combatir el tráfico en la vía marítima del golfo Pérsico, que está en auge.



La cooperación sí es estrecha con otros países afectados como Pakistán y Afganistán, cuya sede de coordinación se ubica en Teherán. La vigilancia a los narcotraficantes comienza en el punto de producción y termina en el de consumo con el fin de realizar operaciones conjuntas que desmantelen toda la red de contrabando.



Estas redes tienen en ocasiones vínculos con el terrorismo, lo que añade peligrosidad a las operaciones: "Grupos yihadistas como Daésh (acrónimo en árabe del Estado islámico) y Yeish al Adl venden drogas para cubrir sus gastos y la adquisición de armas", apunta Zahedian.



Esta batalla pasa una factura muy alta a Irán. 3.850 efectivos de seguridad han fallecido en operaciones contra el narcotráfico en las últimas tres décadas y unos 12.000 han quedado lisiados. Se han gastado además unos 700 millones de dólares en sellar las fronteras.



Pero la droga no llega sólo para ser transportada. “Tenemos 2 millones de adictos en Irán”, admite Abás Deilamizadeh, director de la ONG "Tavalode Dobareh" (Renacer de nuevo), quien trabaja desde hace dos décadas en programas de desintoxicación. A esos dos millones se suman otros 800.000 consumidores ocasionales.



En Irán, el opio se fumaba en pipa. Ahora, como en el resto del mundo, la heroína y el cristal son sus formas más demandadas.

De abuelos a nietos

Un enorme camión de la basura se detiene con el motor encendido frente a un puesto de tratamiento para adicciones de Baltimore (EEUU) donde la doctora Jordan Narhas-Vigon aguarda. Su conductor, un hombre de mediana edad, baja nervioso, solicita la prescripción y regresa trotando al vehículo.



"El problema de la heroína está muy arraigado. Uno de los pacientes con los que tratamos me contó que llevaba consumiendo desde los 11 años. Y ahora tiene 50, trabaja y sigue luchando contra la adicción", relata la doctora. Los problemas con la heroína, en muchos casos, pasan de abuelos, a padres y a hijos.



El equipo médico está instalado a las puertas del Centro de Detención de la Ciudad de Baltimore, que cuenta con casi un millar de presos, muchos de ellos a la espera de juicio.

Una mujer se agacha en la acera junto a su novio, que no responde ni respira después de una sobredosis de opioides en un suburbio de Boston. Brian Snyder Reuters

Sobredosis en aumento

Poco a poco, caminando ensimismados, van apareciendo los "clientes". Los automóviles en la autopista cercana zumban como mosquitos al lado de la camioneta del Behavioral Health Leadership Institute (BHLI), una organización no gubernamental dedicada a ofrecer servicios sanitarios a los adictos más vulnerables.



Principalmente entrega recetas de medicamentos, ya que muy pocos cuentan con cobertura médica, y ofrece inhaladores de "narcan" (naloxone), el fármaco utilizado para tratar sobredosis de opiáceos.



A la cabeza, Deborah Agus, su directora, una abogada menuda llena de energía que conversa sin parar: con los "clientes", como llama a los pacientes; con los funcionarios de prisiones que entran y salen, con la policía que va y viene; incluso con los escasos paseantes.



"Somos una típica ciudad vieja, urbana y de la costa este. Con problemas relacionados con elevados niveles de pobreza, cuestiones raciales, falta de financiación federal y estatal en educación, y con el paso de los años se han añadido problemas con la Policía, disturbios", describe.

Un consumidor de drogas.

Noticias relacionadas