Los científicos se mojan. Se trata de un editorial de la prestigiosa revista americana Nature. Empiezan condenando la violencia policial. Aplauden la aparición del movimiento Black Lives Matter.

Después, pasando de unas cosas a otras, se reducen los laboratorios y centros de investigación a la etiqueta de “instituciones blancas” reforzando aquello a lo que Jean Genet llamaba “las reglas blancas”; se señala la huella, en el marco de la enseñanza, de un “racismo sistémico” que pervierte hasta los mejores espíritus; igual que la ginecología habría “nacido del esclavismo”, igual que las “ciencias duras” estarían infectadas por el virus de la discriminación, de la injusticia y del odio…

Contrariamente a lo que parecen creer los más informados de entre todos estos poseídos, los nietzscheanos de la French Theory nunca profirieron semejantes sandeces. Ni siquiera mi maestro, Louis Althusser, cuyo Curso de Filosofía para científicos tenía un aura completamente diferente.

Aquí, bien al contrario, lo que regresa al corazón de la democracia estadounidense es el “lisenkoísmo” estalinista y su idea de una “ciencia proletaria” que opone sus “verdades” a las de “la ciencia burguesa”. Terrible.

Hay etapas de la historia de Europa en las que Europa no existía. Se la llamaba “cristiandad”. O “romanidad”. O, como decía Heródoto, “la tierra de enfrente”. Ni decíamos “Europa” ni pensábamos en “Europa”. Podíamos imaginarnos el mundo con la ausencia de toda consideración de lo que nosotros llamamos Europa y que, en consecuencia, no es ni fruto de la naturaleza ni algo que se derive de la geografía y del mundo.

Por no hablar de los momentos, en tiempos modernos o premodernos, en que Europa, aunque inventada, se vio reducida a cenizas o diluida (después de Carlomagno, Carlos V, el Primer Imperio, el milagro austrohúngaro…). Europa, en otros términos, como sucede siempre, tiene una historia. En un acto de nacimiento y, un día, le llegará la muerte, pero en nuestras manos está que esa cita fatídica —un heideggeriano diría “historial”— venga ya mismo o, por el contrario, que se retrase… Eso es lo que está en juego en el combate por o contra Europa. Ese es el sentido de la batalla de ideas que se libra en estos momentos. Contra los errores gemelos del progresismo y el derrotismo, frente a esos dos providencialismos simétricos que se disputan el cuerpo de la princesa Europa, solo hay una cosa realmente urgente: dar un salto hacia la Europa federal.

El personal médico cura y los filósofos filosofan, o, en todo caso, eso es lo que deberían hacer, razón por la que su papel no es pronunciarse sobre tal o cual remedio o tal o cual medida de prevención, sino reflexionar sobre el tipo de gobernanza y, si acaso, de civilización, que podría depararnos esta nueva razón higienista.

Su papel no es pronunciarse sobre tal o cual remedio o tal o cual medida de prevención, sino reflexionar sobre el tipo de gobernanza y, si acaso, de civilización.

Cuidaos, dice el filósofo que recuerda el fármaco platónico, de lo cerca que está el remedio del veneno. Cuidaos, dice, si recuerda a Michel Foucault y sus últimos cursos en el Collège de France, de ceder ante la disyuntiva del diablo entre, por ejemplo, salud y libertad. Ojalá que el estado de excepción sanitaria no se convierta, a la postre, en la nueva normalidad de un mundo donde nos acostumbraríamos a lo peor: los perros detectores de Covid-19; dispositivos espía en nuestro teléfono; las cenas reglamentadas entre amigos; el cierre de bares y de otros espacios de socialización, o, como en Canadá, que las autoridades sanitarias nos recomienden darnos amor “en solitario” o, si no nos apañamos… con mascarilla.

Inaugurar —por desgracia, virtualmente, a través de Zoom— el Congreso Sionista Mundial de 2020. La sombra de Theodor Herzl, Max Nordau, Haïm Arlozoroff, Chaïm Weizmann, Martin Buber y tantos otros, todos los príncipes del sionismo, poetas y soñadores, salmistas modernos que me han precedido, en las 23 ediciones anteriores en esta prestigiosa tribuna. Fantasma de aquellos pioneros que, al tiempo que reinventaban el hebreo y, a veces, se daban nuevos nombres inspirados en figuras del esplendor bíblico, le brindaban a ese Israel reinventado la fuerza de su lirismo y su ciencia, de su competencia libresca y de su ser espiritual, de su afán por la quimera y de su inteligencia práctica.

Que, en una modernidad tan lastrada de 'saudade' hayan podido existir hombres como ellos es algo que no deja de asombrarme. Que hayan llevado a buen puerto la experiencia de la tierra revivida, del desierto florido, del milagro racional y de la esperanza bajo las estrellas: esa fue la grandeza del proyecto sionista.

Hoy tomo la palabra para decir que esa llama no se ha extinguido y que en esta joven epopeya nacional, en esta responsabilidad por una tierra a la que los judíos habían dedicado sus recuerdos, sus deseos y sus plegarias desde hacía tanto tiempo y que, desde hace 70 años cargan con ella con el temor y la fe, en definitiva, en este reino nuevo y nacido de la gestación nacional más larga, sobresaltada y caótica de la historia universal, se libra, por medio de la política, una parte del destino humano.

Cuando hablamos de separatismo no se estigmatiza a los musulmanes, se los libera. Se rompen los muros de la prisión islamista. Se rompe la lógica de la amalgama que es la verdadera lógica de los extremistas. Se rompe ese pérfido espejismo que querría condenar a los creyentes a ser rehenes de una ideología criminal.

Los reintegramos en una república que los otros —los separatistas— sugieren que les resultaría substancial, definitiva y casi étnicamente extranjera. Aquí también se es siervo por origen y libre por la ley. Una vez más, son los indigenistas, los islamoizquierdistas, los adeptos de la teoría del género y los idólatras de la identidad los racistas más temibles. Por no hablar de la gran cantidad de imbéciles contra quien Goethe decía que ni los dioses tenían nada que hacer. ¿Asalvajamiento? ¿Barbarie? No. Nihilismo.