“Estados Unidos no es creativo, es repetitivo. La vía para sacarlos del poder es la criminalización”, nos dijo en algún recodo del 2015 un veterano periodista, de esos que se conocen como pocos los vericuetos de la política, sobre todo los de un Estados Unidos en el que lleva toda una vida. Este país es el de mayor influencia en el mundo. Lo es por la solidez estructural de sus instituciones, independientes en su rumbo histórico de quienes las comanden. En pantalla, esa vasta extensión de tierra al norte de América parece ser muy presidencialista, pero es sólo un maquillaje muy bien aplicado, inclusive cuando ocurren episodios extraordinarios como la administración de Donald Trump.

El manual imperial indica que al chavo-madurismo sólo se le podrá lidiar criminalizándolo. No es una excusa. En Caracas, el poder está secuestrado desde hace veinte años por quienes ingeniaron la fuga de casi un millón de millones de dólares (un trillón según la escala estadounidense) y luego legitimaron esos capitales en el sistema financiero internacional, contaminando a las principales monedas, sobre todo al dólar. En esa lavadora de proporciones titánicas conectaron con el narcotráfico, industria que terminó usando la envidiable posición geográfica de Venezuela como punto de partida hacia Norteamérica y Europa de su mercancía.

Esas rutas de la droga sirven también al terrorismo, actividad que ha encontrado, al norte del sur, un paraíso operativo en Occidente, a un brinco de Miami. Ese panorama alarma a cualquiera, sea demócrata o sea republicano. Es por eso que Barack Obama, entendiendo que no enfrentaba a un gobierno extranjero más sino a una organización criminal, firmó el 09 de marzo del 2015 el decreto que estableció a los okupas del Palacio de Miraflores como una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Poco antes, ese 02 de febrero, el entonces presidente había activado la primera ola de sanciones en contra de Nicolás Maduro y su combo.

El siguiente inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, furibundo anti-obamista, sigue aplicando ese manual a pie juntillas. Son las instituciones, no los presidentes. Ese firmazo de Obama en 2015 permitió que hoy las cabezas de Maduro, Cabello y compañía literalmente tengan precio. Criminalizados los criminales, lo que falta es el desenlace. Eso de que Estados Unidos no negocia no es absolutamente cierto. Lo hizo recientemente con los talibanes. También es verdad que, si los bandidos se niegan a pactar, el otro camino también es transitable. Soleimani lo vivió para no contarlo.

La pandemia nos ha llevado a aguas calmas pero turbias. Es en esos momentos, cuando parece que no pasa nada, que pasa todo. Las elecciones en Estados Unidos están a la vuelta de la esquina y Florida será decisiva, más de lo que el Partido Demócrata quiere creer. Trump, un tipo impredecible y poco dogmático, ha escrito su vida como una retahíla de episodios en los que ha estado con el agua al cuello y termina salvándose por los métodos menos convencionales. Un Houdini dedicado al espectáculo. Todo es una estrategia de mercadeo para vender algo, principalmente su imagen, y hará cualquier cosa para salvar su pescuezo en noviembre.

Hará bien entonces, Maduro, en negociar un acuerdo rápidamente. México y Argentina no tienen con qué protegerlo. Rusia y Cuba, por tradición, se lavan las manos en estos casos. Queda la Madre Europa, siempre dispuesta a cobijar a sus más notables hijos pero, sobre todo, a sus más descarrilados. En este juego corto será crucial el Grupo de Contacto impulsado por la Unión Europea, pero sobre todo lo será España. La España de Felipe González, no la de Zapatero. Ya saben, cuando hay un policía malo, siempre hace falta un policía bueno.

*** Francisco Poleo es un analista especializado en Iberoamérica y Estados Unidos.