Hay algo extraño en esas 63 querellas que se han presentado ante el Tribunal de Justicia de la República francesa. 

¿Qué se les reprocha a los señores Philippe, Véran, Salomon e incluso al presidente de la República, aunque goce de inmunidad, por principio, dado su cargo? 

Que si no haber tenido previstas las mascarillas.

Que si no haber tenido tests y vacunas.

Que si no haber visto venir este virus, que todavía nos resulta desconocido.

Todos, en el fondo, les reprochan haber vacilado, haber dudado, haber pasado, como los científicos y los médicos, de hipótesis desmentida a hipótesis madurada y de haber gobernado, por encima de todo, en momentos de incertidumbre. 

Dejemos a un lado lo absurdo de la querella: nadie puede ignorar la ley; pero lo que se ignora no es del ámbito —bien al contrario— de lo punible ni de la ley. 

El presidente francés, Emmanuel Macron.

Dejemos a un lado la angustia que puede atisbarse detrás de esa ira de picapleitos: “¡Que cuelguen a los ignorantes!”, se oye gritar, “¡los incapaces al calabozo!”, y, sin duda, también distinguimos la expresión del pánico ante el retorno de lo Trágico, mediante el virus, a nuestras vidas. 

Y dejemos también de lado el estado de embriaguez punitiva en el que parecen sumidos esos colectivos de abogados vocingleros y con poca sesera: “¡Queremos que se reconozca el sufrimiento de nuestros defendidos!”, pero, en verdad, lo que quieren es la confrontación, quieren castigar, quieren hacer que paguen por lo que han hecho. Así, enarbolan sus 63 querellas y demandas expiatorias como si fueran bastonazos saudíes… 

Lo más curioso es que ese discurso, si lo pensamos bien, y bien al contrario de lo que se ha comentado tanto estos días, es justo lo opuesto a lo que se reprochó antaño, en el caso de la “sangre contaminada”, a Laurent Fabius y sus ministros. 

Lo que se condenó entonces —erróneamente, si nos paramos a pensar y a colación de una monstruosa maquinación discursiva— fue haber sabido y haber actuado. 

Lo que se les reprocha a los ministros de ahora es haber hablado, haber hecho suposiciones, haber intentado ver si funcionaba una teoría y haber cambiado de criterio; en definitiva, no haber hecho todo lo que tenían que hacer y, al mismo tiempo, no haber sabido. 

Hubo una época en la que se le reprochaba al poder tener mano dura y proceder mediante el abuso de poder; ahora se le reprocha el aturdimiento y la falta de poder

De tal manera que su error, su gran error, no ha sido haberse reservado información privilegiada, sino no haberla tenido; haber sido incapaces de predecir el virus, de encontrar la manera de defenderse, la cura. “¡No sois magos!”, se quejan, “¡no sois hechiceros! ¡No sois patrones! ¡No sois suficientemente afines a Didier Raoult (para quienes lo idolatran)! ¡Sois demasiado afines a Didier Raoult (para quienes lo aborrecen)! Vuestro crimen, vuestro verdadero crimen ha sido no estar a la altura del saber que os presuponemos y del que deberíais disponer”. 

Hubo una época en la que se le reprochaba al poder tener mano dura y proceder mediante el abuso de poder; ahora se le reprocha el aturdimiento y la falta de poder. 

Hubo una época en la que se desconfiaba del más frío de todos los fríos monstruos; ahora, con esa idea de un Estado al que se le presupone omnisapiencia y que es indigno de su propio saber, nos encontramos con la idolatría al monstruo que rezuma por todos los poros esa demanda infantil y senil a la vez. 

Y lo que surge en medio de esta epidemia de querellas, por parte de los gobernados, es una enorme demanda de autoridad reforzada, un profundo deseo de subyugarse. 

Esa demanda, desgraciadamente, no tiene nada que ver con vaya usted a saber qué “retorno de lo político”. 

Porque todos los saberes occidentales —empezando por Platón en el Político— nos habían advertido: los hombres, cuando se acuerdan de esa edad de oro donde un diosito velaba por cada uno, piden un guardián y un pastor de su vida; pero esa época ya quedó atrás y la política, la verdadera política, empieza justamente con la idea de que nunca responderemos a esa demanda infinita e irracional. 

No. 

La autoridad a la que se refieren los querellantes y que no es suficientemente autoritaria, el Estado que debería serlo todo, saberlo todo, decidirlo todo y que no es capaz de hacerlo, es lo que, según Foucault, es el poder; es el hombre fuerte de las dictaduras y los regímenes autoritarios; es el Gran Inquisidor de Dostoievski; es el último de los amos que se apodera del último de los hombres para liberarlo de la incertidumbre y de la libertad. 

Nos preguntábamos dónde se habían metido los populistas.

Pues aquí los tenemos.

Porque ese coro de revolucionarios al más puro estilo Fouquier-Tinville de centro comercial, donde gente del pelaje de Le Pen y Mélenchon ya pueden darse con un canto en los dientes si les dan el papel de segundos tenores, es la mismísima banda sonora del populismo. 

Estos querellantes no dejan de ser bombas colocadas en los cimientos de la República

Si es cierto que la democracia se basa en la limitación del papel del Estado, en la asunción de la falibilidad del saber humano y en la representación del pueblo por parte de los representantes electos, si es cierto que en una sociedad democrática siempre habrá vetas de saber y de ignorancia, de competencia y de incompetencia, de fe y de duda, por más que, aprovechándonos de la separación de poderes y haciendo de jueces contra los legisladores, hablemos en nombre de la democracia; por mucho que hayamos elegido, al recurrir a la justicia, el más insospechado de los caminos… estos querellantes no dejan de ser bombas colocadas en los cimientos de la República. 

Y cuando las Erinias se cansen de gruñir y de chillar, cuando su sed de venganza, su afán de denuncia y su deseo de delación se agoten; cuando se ponga fin a ese grito inarticulado y, literalmente, bárbaro, de quienes sueñan con vengarse de las élites y los poderosos, y cuando, al final del todo, los hombres fuertes asuman el mando para siempre y hayan terminado de poner en peligro ese frágil e inestable equilibrio al que llamamos democracia, serán ellas, las Erinias, las que, maltrechas, protestarán: “Somos responsables, pero no culpables”. Pero entonces será demasiado tarde.