Verano de 1968. Un virus desconocido se extiende por el mundo. Comenzó en China. Y causó, como mínimo, un millón de muertes; entre ellas, 50.000 en Estados Unidos y al menos 30.000 en Francia.

Un jefe de estado, Willy Brandt, afectado por el virus. Los ferroviarios, a falta de mascarillas, paralizados. Los médicos supervivientes nos contaban que vacunaban “en la calle” a diestro y siniestro (Libération, 07/12/2005). La gente moría “con labios cianóticos” por hemorragia pulmonar o por asfixia.

La enfermedad avanzaba tan rápido que no daba tiempo a evacuar los cadáveres que se amontonaban en las salas de reanimación. Que los que tienen edad suficiente para haber vivido esta pandemia sean sinceros: no tienen recuerdos de ella, solo los tiene el personal sanitario.

Que los jóvenes, obnubilados con toda la crisis del coronavirus, piensen en esto: nunca se les ha hablado de este precedente llamado “gripe de Hong Kong” en las noticias. Y que lo comprueben los archiveros: la prensa de la época, durante año y medio, habló de la pandemia, pero sin mencionar en ningún momento la hipótesis de un confinamiento (ni hablar de que la vida se fuera a paralizar).

Pacientes y afectados esperan en una sala de espera de una clínica de Hong Kong en 1968 SCMP

1957-1958. Otro recuerdo. La epidemia, bautizada esta vez “gripe asiática”, se propagó desde las provincias de Guizhou y Yunnan, es decir, de nuevo desde China. Pasó por Irán, Italia, el este de Francia y Estados Unidos. Y no le hicieron falta seis meses para dar la vuelta al mundo. Dos millones de muertes en total, especialmente entre los diabéticos y las personas con problemas cardíacos.

100.000 en Estados Unidos. Entre 25.000 y 100.000 en Francia. Escenas dantescas en hospitales mal equipados y saturados. Pero, a pesar del horror, a pesar del luto, a pesar de un debate en el Consejo de París en el que se planteó —sin llegar a tomar la decisión— el cierre de ciertas escuelas, ni hablar de confinamiento; estuvo presente en los periódicos, pero no eclipsó la guerra de Argelia ni la firma del Tratado de Roma, o el regreso de De Gaulle al poder. De nuevo, el mismo curioso fenómeno: esa pandemia también ha desaparecido de nuestro recuerdo.

Estos dos precedentes, inquietantemente similares a la crisis actual, nos recuerdan un hecho evidente: el espectáculo dicta la ley; un hecho no llega a ser “histórico”, a “cambiar el mundo” y a marcar un “antes” y un “después” hasta que los medios de comunicación, con sus profecías autocumplidas, así lo deciden.

El espectáculo dicta la ley; un hecho no llega a ser “histórico”, a “cambiar el mundo” hasta que los medios de comunicación, con sus profecías autocumplidas, así lo deciden

Podemos extraer dos conclusiones de todo esto.

El planeta, en primer lugar, ha avanzado. Al mundo le parecen insoportables las hecatombes que ayer parecían formar parte del orden natural de las cosas. La salud pública se convierte en una misión primordial de Estados de la misma manera que la seguridad nacional o la guerra y la paz entre las naciones. Se están movilizando enormes recursos para dar con la cura y con vacunas, como en el caso del SIDA, que, por cierto, ha causado un total de veinticinco millones de muertes. Y la humanidad, como una sola alma, está poniendo la vida por delante de la economía. Es magnífico.

Pero, por otro lado, exageramos al decir “pandemia sin precedentes”. Nos equivocamos cuando decimos que nos enfrentamos, con la COVID-19, al “peor desastre sanitario desde hace un siglo”.

A menos que la enfermedad se extienda más rápido —cosa que todavía es posible, pero que los expertos por el momento descartan—, no podemos decir que estemos en esa situación, ni siquiera en España, que es, junto con Italia, el país europeo más afectado por la tragedia, si lo comparamos con las cifras de 1958 y de 1968. Y la otra conclusión que se impone aquí—y esta es menos feliz— es que hay una parte de sobreactuación en nuestras actitudes.

Entonces ¿de aquellos barros estos lodos?

¿Es la obsesión el inevitable reverso del progreso?

¿O acaso es todavía posible un progreso (esa idea nueva, no solo en Europa, sino en los continentes más desfavorecidos, de que una vida es una vida y que nada vale más que eso) sin ceder necesariamente a ese otro (el de una humanidad asustada que, al ritmo que crece la viralidad de la opinión, aceptará un día, como algo natural, el cierre permanente de las fronteras, la desconfianza en el otro o el seguimiento digital)?

Para eso haría falta que aprendiésemos a guardar distancia de seguridad con las redes sociales y sus delirios llenos de bulos.

Para eso haría falta que los “espectaculócratas” de la televisión se replanteen la puesta en escena, que crea un desasosiego innecesario con el continuo recuento de muertos planetario y cotidiano que nunca nos han impuesto para, por ejemplo, los muertos por cáncer.

Haría falta que aprendiésemos a guardar distancia de seguridad con las redes sociales y sus delirios llenos de bulos

Tendríamos que preguntarnos, todos juntos, si la justa lucha contra la epidemia necesita este apagón absoluto ante otras cuestiones urgentes: el retorno del Dáesh en Oriente Próximo, al avance de los imperios ruso y chino, o la fatídica deconstrucción de la Unión Europea.

Sería fundamental que, sin cuestionar la sagrada unión que les debemos a nuestras enfermeras, enfermeros, médicos y médicas y demás personal sanitario, metiéramos en el orden del día de nuestros debates futuros la cuestión de qué privilegios, pero también qué derechos y libertades, estamos dispuestos a sacrificar en el altar de nuestro sueño de un Estado sanitario que nos curará de todo, hasta la muerte.

Por otra parte, si bien es cierto que gobernar no solo significa prever sino también elegir, no estaría de más que nuestros representantes tuvieran el valor de decir lo que costará detener la producción, si esta se generalizara en Francia, en términos de destrucción de la riqueza y, por tanto, de desempleo masivo, y, por tanto, de miseria y sufrimiento social y, por tanto, de vidas humanas.

Son cuestiones de lo más complejas.

Para muchos, terribles. 

Cuando vemos el ritmo de fallecimientos —muertos a los que no se puede ni velar ni presentar nuestros respetos—, estas cuestiones parecen quedar al margen.

Pero, menos para ceder a la embriaguez de una lucha contra el virus que no mida los daños colaterales, esas mismas preguntas son las que se debe plantear una democracia digna de llevar ese nombre, además del de responsable.