Comento un par de cosas, con perspectiva, sobre el proyecto de reforma de las pensiones y el extraño debate que ha provocado.

El Gobierno de Macron lo ha hecho bien. Por supuesto, se ha asesorado. También ha consultado, como debe hacerse, a los sindicatos. Pero, al contrario que otros, no ha sacado de su chistera el equivalente a un "referéndum sobre el referéndum". No ha recordado la famosa "promulgación seguida de una suspensión" concebida por la mano temblorosa de otro reformador penitente.

Y, sean cuales fueren los compromisos que ha aceptado, no ha cedido en lo esencial de las promesas de la campaña del presidente: poner fin, al menos en parte, a la multiplicidad de los regímenes especiales que suprimen y complican una igualdad republicana reducida solo a su fachada; devolver la universalidad de los sistemas y procesos que es, si queremos ser fieles a los revolucionarios de la Sala del Juego de Pelota y al legado de Jean Jaurès y de Pierre Mendès France, el correlato de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; dejar la defensa de los curialismos bizantinos y los alegatos a los prebendas locales y los corporativismos de copero, es decir, la defensa de los derechos individuales (Julien Benda, dicho sea de paso, veía en esta defensa una de las aplicaciones de la traición de los clérigos), a la Francia reaccionaria (que está adornada con los oropeles del progresismo).

Así pues, la reforma sigue adelante. Contrariamente a lo que repiten aquellos que solo escuchan a medias, no ha sido reducida ni edulcorada en exceso. Y es, en estos tiempos de populismo y de crisis mundial de la democracia liberal, lo mejor que podía suceder.

En lo que respecta a la consulta sindical, el Gobierno ha realizado un gesto cuya importancia, me parece a mí, no se ha valorado lo suficiente. Se dirigió a sus aliados para hacerles la siguiente propuesta: "Nos disponemos a salvar de la quiebra esta obra maestra francesa que es nuestro sistema de pensiones. Para ello sugerimos la instauración de una edad de referencia, pero no se trata de una edad de criba, ni mucho menos de una edad inamovible. Si tienen una idea mejor para conseguir el mismo objetivo, díganlo, por favor".

"Nos disponemos a salvar de la quiebra esta obra maestra francesa que es nuestro sistema de pensiones"

El "gran debate" ya había sido una apuesta arriesgada de la inteligencia política de los ciudadanos. Ya había situado sobre el escenario a un presidente Macron que se desprendía de sus hábitos de sujeto sabio, de taumaturgo omnisciente y de superhombre surgido de las urnas, para decir a los franceses: "Ya no soy simplemente vuestra persona electa y, menos aún, el fruto de la suerte o de la historia; soy el emisario de vuestros actos; la abeja que elaborará miel a partir de vuestra indignación y la transformará en soluciones; hablemos".

Bueno, pues este tema de la jubilación es un poco lo mismo. Y en esta estrategia de decir a los aliados sociales "voy a aplicar esta decisión de la edad de referencia únicamente si a vuestra imaginación no se le ocurre algo mejor" se halla el mismo tipo de inversión mayéutica. ¿Imaginan a Georges Pompidou convocar los acuerdos de Grenelle, salir de la sala y decir: "Vengo en tres días, espero que tengan una solución pensada"? ¿O a Léon Blum: "Esta es la normativa de las vacaciones pagadas. Solo faltan los tipos, empleadores, asalariados… Cuento con ustedes, la administración lo aceptará"?

Pues es lo que hacen el primer ministro y el presidente de la República con esta historia de los 64 años. Y no es la peor forma de instalar, con majestuosidad, en el sitio vacío de la República, los dos entes separados del rey social. ¿Y si este bonapartismo deliberante, este jupiterismo participativo, esta dialéctica entre las susceptibilidades y el ímpetu fuera una definición del macronismo?

Delante tenemos este clima de bajo imperio democrático mantenido por aquellos sindicalistas que corren tras los chalecos amarillos y que, puesto que no saben cómo terminar una huelga, solo pueden repetir una y otra vez que aguantarán "hasta el final" (¿de la noche?) y no cederán ante nada (¿ante lo justo?). Se trata de la intrusión en el seno de uno de los sindicatos, la CFDT (Confederación Francesa Democrática del Trabajo), que, desde el comienzo de la crisis, había ejercido fielmente su papel de aliado en el ejercicio de este socratismo político.

Fue un secuaz, camuflado tras un parte de prensa, quien se hizo pasar por el ventero de Varennes llamando, en el lugar público 2.0, a sus camaradas de linchamientos para que vinieran a enfrentarse a un presidente que empleaba su tiempo libre en acudir a un espectáculo en un teatro que es, por vocación, el recinto más democrático que existe. Y ahí están esos aprendices de Eróstrato que, queriendo añadir, ya no un capote rojo, sino un chaleco amarillo a sus provocaciones y sus amenazas, se unen a la revuelta de los marinos de Kronstadt en las refinerías cuyo bloqueo privaría también al país de su carburante democrático y su gasóleo republicano.

El presidente francés, Emmanuel Macron Toby Melville/Reuters

Estas mujeres y hombres no están guiados por la esperanza, sino por el odio. Lo que quieren no es una sociedad justa, sino la expulsión de un presidente que encarna -y un día habrá que preguntarse por qué- lo que más odian con toda su alma. Por desgracia para ellos, al presidente todavía le quedan unos años. Está realizando una reforma impuesta por la necesidad y calculada al milímetro de la responsabilidad política. Y cuando, parafraseando a Simone de Beauvoir, ya no se puede luchar contra "la fuerza de la edad", ni contra "la fuerza de las cosas", hay que decidirse, "teniendo todo en cuenta", a realizar "la ceremonia del adiós" y dejar al Parlamento, que es el único lugar donde, una vez que ya se ha dicho todo, la palabra es la ley, la expresión última de la deliberación democrática.