Quiero hablar de la paz.

He hablado mucho de la guerra.

La he visto.

La he contado.

En el fondo de mi alma, a veces, la he deseado como el mal menor.

Pero no me gusta.

La he visto muy de cerca, he visto demasiado de cerca su fealdad como para no tenerle miedo y pavor.

Por eso hoy quiero hablar de paz.

Observo que Irán, Putin, los sauditas, los restos del Dáesh y Trump vuelven a empezar a coquetear con la idea de abocar tal región o la otra, o el mundo entero, a un incendio que no anuncia su nombre. Por eso, con más fuerza que nunca, quiero hablar de la paz y alabarla.

Pues, ¿sabemos qué es la paz?

Decimos, por ejemplo: "Europa es la paz; si solo se le pudiera reconocer un mérito, sería el de haber desterrado de sus naciones el fantasma de la guerra".

¿Pero sabemos qué quieren decir esas palabras?

¿Tenemos ojos para ver y oídos para escuchar no solo el bien que designan, sino el mal que evitan y cuyo rumor empieza a oírse por Damasco, Donetsk, Saná, el estrecho de Ormuz y el arrecife de Subi?

Mientras que las guerras mundiales desaparecen en la lejanía de las generaciones pasadas, mientras que las guerras civiles se pierden en el espacio de un mundo pobre de mundo, como maldito, donde se mata como se deforesta; un mundo con una noción clara de momentos luminosos y tristes, de alivio y agotamiento, donde aún flota el olor acre de las matanzas, pero donde, de repente, ya no apuntamos al uniforme diferente, ya no miramos con inquietud el edificio de la izquierda en la Sniper Alley de Sarajevo, donde no se oculta bajo el abrigo la estrella judía, o la cruz, o la camisa rosa. ¿Quién de entre nosotros recuerda esos momentos en los que el hombre deja, en definitiva, de ser un lobo para el hombre?

Todos nosotros, los olvidadizos del mundo y de la Historia, volvemos a coquetear con la terrible idea de la guerra

Lo cierto es que nos hemos olvidado de la belleza de la paz.

Nos hemos olvidado de lo poco frecuente que es.

Y quizá por eso no solo Putin, Bashar al-Ásad, Khamenei o Trump, sino todos nosotros, los olvidadizos del mundo y de la Historia, volvemos a coquetear con la terrible idea de la guerra.

Y quizá por eso, justo por eso, nuestra generación, la que ha venido después de François Mitterrand, Konrad Adenauer, Jean Monnet, Helmut Kohl y otros como Alcide De Gasperi, ama Europa tan poco, dicho sea de paso. A esa generación hay que volver a contarle la paz.

La paz que hemos vivido, pero también otra, que conocemos de oídas, pero que hay que esforzarse por imaginar, porque es una capa finísima sobre lo universal y la terrible pulsión guerrera.

La paz de Sarajevo.

La paz de Luanda, Dhaka, Bogotá o Ruanda, después de las masacres genocidas.

La paz de la Guerra de los Treinta Años.

La paz de Longjumeau entre católicos y protestantes.

La paz de Vervins, entre Francia y España.

La paz de Praga y la paz de La Haya, donde ni Dios reconoció a los suyos.

La paz de Lunéville, entre Francia y Austria, cantada por Hölderlin en su "Fiesta de la Paz", que maravilló a Celan, a Rilke e incluso a Heidegger.

La paz de Nicias, que puso fin a una guerra fratricida.

La paz de las Termópilas, amarga, entre Atenas y Macedonia.

La paz de Calias, que consagró la victoria, tan precaria, al Gran Rey.

Habría que hablar de la paz sobre los rostros extenuados de los antiguos griegos, sangrando, desnudos, pertrechados solamente de sus espadas.

La paz de los franceses de Verdún y de los ingleses en el Somme, con su casco redondo, un aire casi soñador y la guerrera manchada de barro y sangre.

La paz de los judíos en el Hôtel Lutetia, esa paz de las lágrimas y la desesperación, porque uno sabe que no volverá, que ha sido gaseada, que los hornos de las panaderías vuelven a encenderse aún más hermosos y que los niños vuelven a jugar sin temblar, y que la gente, a partir de entonces, puede hablar sin cuidarse de lo que dice.

Habría que hablar de la paz sobre la cara de los poetas donde ya brilla el espantoso estallido de una epopeya.

La paz de los soldados hastiados, de los generales desesperados y de la pobre gente, quemada por llamas prendidas en su nombre.

Habría que hablar otra vez de ese momento en el que, después del fin del mundo, del amor, de todo, cada cual se encuentra ahí, sentado en la linde de un campo, en silencio, donde humean las carcasas.

Ese campo es Europa.

Ese silencio consumido de duelos es la paz.

Es la palabra más hermosa de todas las lenguas.

Sería, si tuviese un nombre, el nombre de Dios en hebreo.

Y ahora, unos locos, muchos, quisieran volver a prenderle fuego a ese campo.

Y es esa palabra que, con el ruido de los preparativos de guerra, oyen amortiguarse una vez más hasta verla convertida en silencio.

Lo que hay que desactivar es esa maquinaria ciega, de sobra conocida, pero que nunca reconocemos hasta que ha puesto en marcha sus viejas bielas, a toda velocidad, que se han descontrolado y ya no permiten dar marcha atrás. Hay que hacerlo este mismo verano, sin más demora. Es decir, en Estrasburgo, en Bruselas y en Berlín. ¡Abran fuego!