He visto en el canal France 5 la retransmisión en directo de la obra Architecture de Pascal Rambert, que inauguraba el Festival de Aviñón. 

Hermosura en los decorados lívidos y desnudos que visten sin invadir, y que dejan espacio suficiente a los actores, a la corte de honor del Palacio de los Papas. 

Exactitud en una coreografía donde no hay movimiento, estremecimiento o enfrentamiento de las almas y los cuerpos del que no tengamos la certidumbre de que han sido minuciosamente medidos

Una de las escenas de la obra. Festival d'Avignon

Y la precisión de un texto de casi cuatro horas, que avanza con calma, que coge el poder y que, con el encabalgamiento de los monólogos poéticos y poderosos, eruditos e indignados, satíricos, en un sentido literal, pues tiene la inestimable virtud de dar a entender dos escenas a la vez. 

Estamos en alguna parte de Europa Central de los años 1910, 1920 y 1930, en el seno de una familia donde está representada la flor y nata de la literatura, del arte y de la filosofía de la época. 

Vamos de viaje por Viena, Skopje, Zagreb, Sarajevo, una isla griega, esos epicentros paradójicos de las convulsiones del siglo XX, las etapas de una odisea en la que Escila y Caribdis fueron, desde la Primera Guerra Mundial al Anschluss, los célebres escollos donde fracasaron la conciencia y la humanidad europeas

El tema de este drama es la ceguera de esos personajes en busca de autoridad y que, regidos por un líder egoísta y monstruoso, arrojados los unos contra los otros por pasiones atávicas, que la resaca del humanismo y de su ilustración dejan a la vista, corren hacia la catástrofe sin tener ni la fuerza ni la idea de pisar, como decía Walter Benjamin, el freno del tren de la Historia que corre a tumba abierta en dirección al abismo. 

Pero pronto caen las máscaras. 

La intriga, por tanto, podría situarse en la Hungría de Viktor Orban, en la República Checa de Andrej Babis o en la Italia de Matteo Salvini, que deja que familias enteras se ahoguen en el mar

Los personajes, como en las compañías experimentales que, como Rimini Protokoll, suelen rondar por el Aviñón más alternativo, recuperan sus nombres reales, se reapropian del fingir-de-verdad de sus autobiografías de actores. 

La intriga, por tanto, podría situarse en la Hungría de Viktor Orban, en la República Checa de Andrej Babis o en la Italia de Matteo Salvini, que deja que familias enteras se ahoguen en el mar, en este caso, no de vieneses, sino de sirios, sudaneses y eritreos. 

Hemos pasado de 1938 a 2019, del fascismo al populismo, y henos aquí en esta Europa posmoderna que vuelve a ir, delante de nuestras narices, hacia el precipicio, y sin darse cuenta que los acontecimientos que tienen lugar en ella son trampantojos, las rimas malas de una tragedia escrita hace un siglo y la recurrencia de una pesadilla de la que, como no encontremos la manera de despertarnos pronto, solo nos dejará una opción: sumergirnos en un pasado de color futuro o volver hacia un futuro que se burlará de nosotros con la inhumana insolencia de los espejos. O bien: recordar una época que nos recuerde que nosotros también debemos o morir o romper las amarras, singlar hacia lo nuevo, pero sin garantía de no volver a encontrarnos de nuevo los mismos crepúsculos y los mismos cementerios. 

Vuelvo a ver, en el momento de la creación, en el Teatro Nacional de Sarajevo, de mi Hôtel Europe, a Jacques Weber explicar a la prensa su decisión de explorar esa vía tan poco segura y tan peligrosa como es el teatro político

Conservo un recuerdo emocionante de todo el saber de actor que puso al servicio de la doctrina europea de Husserl, de su disputa con Heidegger o de la voluntad de un autor que, confrontado con una Razón que se retiraba del mundo como el mar ante el fuego, oía el tañido de todas las fuerzas del espíritu. 

Pero debo decir que el refuerzo de la compañía de Pascal Rambert, la movilización de este coro donde el lirismo de Stanislas Nordey responde al inspirado tartamudeo de Bruno Podalydès; el discurso franco y bruscamente obsceno de Emmanuelle Béart, a esa gracia feroz de Audrey Bonnet y Bérénice Vanvincq; la epopeya de Arthur Nauzyciel al fingir, la evocación real de Marie-Sophie Ferdane de los mutilados de 1914 a 1918, sin olvidar las reminiscencias, en el juego de Laurent Poitrenaux, de su Jan Karski de 2011 y sin olvidar, tampoco, la forma en que Anne Brochet a veces dice una palabra mientras parece pensar otra y así avanza paso a paso, por el lapsus y el contratiempo. Todo esto le da a esta máquina teatral una fuerza sin parangón. 

¿Quién está muerto? ¿Quién está vivo?

Y si el mundo de Celan, Zweig, Freud, Schnitzler, Wittgenstein y Gottlob Frege no pudo hacer nada frente a la corrupción de las lenguas y los personajes, ¿cómo podremos hacerlo mejor nosotros

¿Quién tiene ojos para ver y para no ver? ¿Quién, entre nosotros, y por hablar como los filósofos, es topo, búho, león, o, como en el caso de Pico della Mirandola, camaleón? 

Y si el mundo de Celan, Zweig, Freud, Schnitzler, Wittgenstein y Gottlob Frege no pudo hacer nada frente a la corrupción de las lenguas y los personajes, ¿cómo podremos hacerlo mejor nosotros, en este nuevo inicio de siglo en el que la palabra se vuelve infrecuente y los libros pierden el equilibrio? 

Esas son las cuestiones que plantea esta compañía de declamadores dirigida por y hacia un texto magistralmente «arquitecturado». 

Esas son las cuestiones que, hoy en día, resuenan en cada uno de nosotros y nos exhortan a encontrar el paso que evitará tener que celebrar, el día de mañana, en la escena de un teatro de las crueldades —esta vez de verdad— la fiesta de nuestras renuncias. 

Valentía o capitulación. Resistencia o acomodamiento a lo peor. Esa es la alternativa, y el teatro, como siempre, en primera línea de este Gran Juego.