Si coinciden conmigo en que la aventura europea es una de las aventuras más beneficiosas que se le presentan a nuestra sombría época y si consideran que, además, está en peligro y casi se ha ido a pique por los populistas de ambos bandos —aunque también por la desazón de sus partidarios—, hay un libro que se ha de leer, antes que ningún otro, independientemente de las opiniones de cada cual, de sus inclinaciones políticas o de la intención de voto.

Es un tomo de 1400 páginas. Se trata de una enciclopedia de la idea europea en la que han participado, bajo la dirección de historiadores de renombre (Étienne François, Thomas Serrier, Pierre Monnet, Jakob Vogel), más de cien autores de todos los países de este continente y de otros lares. Se ha publicado en la editorial Arènes. Se titula: Europe, notre histoire. Si hubiese que resumir brevemente este proyecto, lo haría de esa manera: su fin es mostrar lo que, dentro de la memoria de Europa, excede la suma de nuestras memorias nacionales.

La sombra de March Bloch. El espectro de las guerras mundiales y del catastrófico siglo XX. Memoria viva, a la inversa, del siglo de oro neerlandés, del milagro austrohúngaro y la encrucijada del Adriático. La invención del mapamundi. La reinvención de la biblioteca como refugio del pensamiento. El reinicio de las herencias de Roma, Jerusalén y Atenas, las tres "ciudades rítmicas" de Victor Hugo. Por qué Venecia es la urbe europea por excelencia. Por qué el hecho de familiarizarse con Cervantes, Lau­rence Sterne, Shakespeare y Shelley, Churchill y Czesław Miłosz, e incluso con el Arte de amar de Ovidio nos puede ayudar a construir una comunidad con un destino más sosegado, más libre e incluso más próspero. Todo está ahí. Todo está dicho. Este libro es un breviario.

Si coinciden conmigo en que "la izquierda" no debe desaparecer de nuestro panorama ideológico y político, y si les atemoriza ver cómo se sucederán los sondeos que pronostiquen, en las elecciones de mayo de 2019, un auge generalizado de la extrema derecha y un hundimiento de los partidos socialdemócratas que tanto han hecho por reparar los desgastes del capitalismo, hay un segundo libro que recomiendo a los lectores de este Bloc de Notes —sean como sean e independientemente de sus opiniones y visiones del mundo—.

Se trata del libro de mi amigo Raphaël Glucksmann, Les enfants du vide, publicado en Allary. Cabe decir que no siempre estoy de acuerdo con él. Me parece injusto con el "legado" de la "generación de los padres". No me parece que haya ahondado suficientemente en su idea de la “nueva gramática democrática que hay que escribir en común”. Y tampoco creo que sea fácil, sin retomar los pasos del populismo, “recuperar el control” del eslogan “recuperar el control”, que, por el momento, resulta ser propiedad exclusiva de los demagogos. Pero, por Dios, qué maravilla escuchar a un intelectual hablar del “retorno de la política a nuestras vidas”. El recurso a una "ecología trágica" fundada sobre el sentimiento de que "el fin del mundo" es, por vez primera, una posibilidad histórica. Es, a su vez, una investigación sobre un plan de salvación para ese bien común que está en peligro: la prensa libre.

Por no hablar de nuestro rechazo común a los Putin y los Trump tan visiblemente empecinados en deconstruir Europa y lo que esta representa

La empatía hacia los "perdedores" de la "sociedad de la soledad". La nostalgia activa de la common decency orwelliana. Por no hablar de nuestro rechazo común a los Putin y los Trump tan visiblemente empecinados en deconstruir Europa y lo que esta representa; por no hablar de lo que ha llegado a decir, en nombre de su amor tanto por la ecología como por Europa, de la calle sin salida que representa Mélenchon. Me encanta la fuerza de este texto. Me encanta que recurra a Sócrates, a Sófocles y a Maquiavelo para tratar de inscribir de manera duradera la "epifanía cívica" soñada. 

Y, por último, una tercera recomendación. En este caso, no consideraría precisamente amigo al autor. Pero aquí lo tenemos. Se llama Daniel Sch­neidermann. Ha publicado un libro, Berlin, 1933. La presse international face à Hitler en la editorial Seuil, que llevo esperando mucho tiempo. Hitler ha llegado. Su nombre encarna un desastre para el mundo y para la humanidad. Centenares de corresponsales se apresuran a ir a Berlín.

La crónica del drama del Saint Louis, el barco cargado de judíos al que se le prohíbe atracar en Estados Unidos, se publica en The New York Times. Jan Karski acudirá pronto a ver no solo a Roosevelt, sino a H. G. Wells, a Arthur Koestler, a muchos otros. En fin, está todo dicho. Todo es bien sabido. Pero no se ha entendido nada. Y, como le diría Karski al final de sus días a Claude Lanzmann, con los ojos llenos de lágrimas, es imposible, tanto desde Washington como desde las capitales de Europa, "representarse" el exterminio. ¿Y por qué?

Porque, sin lugar a dudas, es irrepresentable. Porque el Mal absoluto, por definición, se rebela al entendimiento. Sin embargo, el mérito del libro es indagar en las razones más prosaicas y, tal vez, por eso mismo, más turbadoras. La progresiva aceptación del antisemitismo en Weimar. La intoxicación de los mejores y más capaces intelectos, como el del joven Raymond Aron, que deplora "la falta de prudencia" de los judíos alemanes. La idea de que, cuando un periódico de Jerusalén escribe por primera vez el nombre de Auschwitz, la información está sesgada y que hay que cogerla con pinzas. O también el rechazo de la emoción, que por mucho que sea un principio del buen periodismo, encuentra allí su límite atroz.

El libro se lee como una novela. Nos acompaña, con redobles de tambor, por los pasillos de los periódicos que se disputan la exclusiva de la gran entrevista a Hitler; en el Paris-Soir de Jean Prouvost; por Berlín de nuevo, cuando la valiente Dorothy Thompson resulta expulsada, culpable de haber querido devolver un rostro y un nombre a los fantasmas invisibles de los judíos en vías de destrucción; o a la casa de su infancia, donde el autor relata los avances de su investigación a una señora mayor, su madre, que descubrimos al final que también era, a su manera, un fantasma. ¡A buen entendedor, pocas palabras bastan!