Cada vez está más claro que aunque ahora el Gobierno dé marcha atrás sobre la subida de los impuestos a los carburantes, dado el momento en el que nos encontramos, la medida sería considerada insuficiente, insignificante y, sobre todo, incapaz de calmar sea lo que sea esto que estamos viviendo.

Sin embargo, a tal señor, tal honor: estoy convencido de que los chalecos amarillos, ya que dicen surgir del “pueblo soberano”, tienen, en estos momentos, una triple responsabilidad:

1. Les corresponde anunciar (al menos, durante el tiempo del diálogo propuesto por el primer ministro) una moratoria de las manifestaciones y los bloqueos; les honraría, en particular, renunciar al “Acto 4” del movimiento, organizado en Facebook, a partir de la víspera del sábado y que, como podemos imaginarnos, será más violento, más destructivo y trágico que los precedentes.

2. Si, sobrepasados por la maquinaria que han puesto en marcha, consideran que es demasiado tarde para frenarlo, tienen la obligación de prepararse, dentro de las comitivas, para trabajar codo con codo con la Policía que estará allí para protegerlos y así detener a los chalecos marrones que volverán a infiltrarse entre ellos. Estos alborotadores de extrema derecha y de extrema izquierda, igual que han hecho antes, empezarán a llevar a cabo actos vandálicos, a sembrar el terror y la destrucción, y todo en su nombre. En ese momento, les corresponderá a ellos decir, y esta vez de manera contundente: “Not in our name”.

Destrozos en un comercio en el centro de París Reuters

3. En ambos casos, tanto si siguen adelante como si hacen un alto en el camino, nada los engrandecerá tanto como apartarse contundentemente —e incluso con desprecio— de todos los que se aprovechan de la miseria y quieren capitalizarla en su favor: Mélenchon, el del mal perder, en busca, a la desesperada, de un pueblo que le sirva de remplazo; François Ruffin, a horcajadas sobre él para que se oigan mejor sus gritos, pero sin el valor de asumir su antirrepublicano “Macron, dimisión”. Por su parte, la señora Le Pen, que vemos cómicamente dudar entre hacer honor a lo dicho o arrepentirse de haber sido quien, el sábado pasado, hizo un llamamiento para invadir los Campos Elíseos y que ahora, por tanto, es responsable de lo peor que se dijo y se hizo en la cabecera de la avenida; o bien los intelectuales que, como Luc Ferry o Emmanuel Todd, insinúan que no puede ser "casualidad" que a los que reventaron las protestas les costase tan poco llegar al Arco del Triunfo, entrar y saquearlo. Estos intelectuales tienden la peor de las trampas que puede haber en un movimiento popular: el conspiracionismo.

Dicho de otro modo, los chalecos amarillos se encuentran ante una encrucijada.

O bien tienen la perspicacia de detenerse; de tomarse un tiempo para organizarse; de seguir un camino análogo al de la República en Marcha de Macron, que, en retrospectiva, podría considerarse su gemelo prematuro; si las dos alas, izquierda y derecha, de este nuevo cuerpo político terminan por emerger de los escombros del antiguo mundo y plantean un diálogo, o un pulso, que pueda desembocar en un verdadero Acuerdo de Grenelle (como en el 68) que afronte el alto coste de la vida y la pobreza, solo entonces, el movimiento, ya a la altura de los acontecimientos que ha provocado, puede que escriba una página de la historia de Francia.

Son ellos, igual que el presidente, quienes han de mover ficha: les corresponde a ellos afirmar, en voz alta y clara, sin medias tintas, que son republicanos de verdad

O, por el contrario, si no tienen esa perspicacia, si se contentan con la dicha que les procura, aparentemente, el hecho de aparecer por la televisión, aunque no se los escuche; si se deleitan observando todo lo que ofrece “la Francia de arriba”, que cuenta con sus eminencias y expertos de la opinión, que vienen a comer de su mano y a recoger sus eruditas lecciones “más dulces que la miel”; si, presos del vértigo nihilista, prefieren destruir a reformar, sembrar la desolación y el caos en lugar de mejorar la vida de la gente humilde y vulnerable; y entonces, si dejan que el negro de los pasamontañas ensombrezca el amarillo de los chalecos, si aceptan que el odio —triste pasión— se imponga a la fraternidad, caerán del lado oscuro de la noche; caerán en los limbos o en esos vertederos de la historia donde se encontrarán a otros "amarillos", los del sedicioso sindicalista Pierre Bietry, quien, antes de que llegase 1914, gozó de su minuto de gloria y de infamia.

La invención de la democracia o las Ligas: esa es la disyuntiva.

Es ese deseo por reparar el mundo o ese aliento híbrido de las opciones más polarizadas, que algunos hemos sentido alrededor del movimiento desde sus primeros balbuceos, lo que, llegado el momento, se convertirá en su aliento característico.

Ahí es justo donde estamos.

Y será la cultura histórica, es decir, los buenos o malos reflejos y, por tanto, como último recurso, la valentía política y moral, quien tome la decisión.

Así pues, la pelota está en el tejado de los chalecos amarillos.

Son ellos, igual que el presidente, quienes han de mover ficha: les corresponde a ellos afirmar, en voz alta y clara, sin medias tintas, que son republicanos de verdad.