Su nombre, por supuesto, era Florence Malraux.

Era un sueño y una leyenda, un uniforme y una patria, una especie de estandarte. Nunca odió haber nacido el mismo año, en el mismo aliento, que la novela de su padre La condición humana

Ni deber su apellido al primer viaje de Clara y André, capítulo cero, en el que no habían trazado la órbita de su novela íntima, ni tomado la decisión de hacer libros y escribir niños. 

Ella hablaba voluntariamente de los tiempos en que fue el retoño de aquella pareja magnífica -celestial y fatal-, de sus peleas y relámpagos, del verde de los casinos y el marrón de los compartimentos de tren que los llevaban a un mundo donde la noche era tierna y la vida grande.

Y le debo este regalo precioso y malruciano: la mitad de una anfetamina, cortada cuidadosamente, que estaba sobre la mesa del genio de su padre la última noche. ¡Ah! ¡Cómo nos perdimos en conjeturas sobre sus gestos tan extraños e incompatibles con la presciencia de la muerte, que hacen que un escritor, al momento de atravesar el espejo de los limbos, encuentre todavía energía de repuesto para una segunda dosis, un segundo aliento, un último cuento de farmacéutico!

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Sin embargo, comprendí muy rápido que Florence era más que eso. Y, de alguna manera, lo contrario. 

Su apellido, primero, ¿no terminó de confirmarme que, como a su amiga Françoise que tomaba de La Recherche la heráldica propia del príncipe de Sagan, le gustaba que le llegaran, también de Florencia, corolas, venus flotando entre las mimosas y poetas con ramas de olivo, que es uno de los nombres de El mundo de Guermantes?

Con Françoise justamente, su amiga gemela que era como el otro ventrículo del mismo corazón ardiente y frágil, ¿no compartía un encanto evanescente, una manera de estar en el mundo sin estar a la vez, una belleza fugaz que se parecía a un pincel desordenado y a una voz desafinada... todas esas cosas tan poco compatibles con la altura del mármol malruciano?

Y pues ese rostro de niño, ese lado de monstruito encantador al que habríamos cortado la crueldad y el descaro, esa manera de confundirse sin cesar con excusas por haber aceptado el inconveniente de nacer, esa elección de ser decididamente de izquierdas cuando la estatua del comandante era partidaria del general De Gaulle y los príncipes y las reinas del momento se veían tan seguros de sí mismos y de su lugar en este mundo, ¿todo esto no desmentiría la herencia sonora y flamante que tenía ella a su cargo?

Pocos hijos de escritores han jugado su papel de manera tan piadosa. 

Pocos han aceptado de forma tan generosa ser parte de una familia como se es de una iglesia. 

Pocos hijos de escritores han jugado su papel de manera tan piadosa. Pocos han aceptado de forma tan generosa ser parte de una familia como se es de una iglesia

Pero era un sacerdocio intranquilo.

No estoy seguro de que los acentos viriles y conquistadores hayan sido muy convenientes para la obra a la que dedicó su vida a proteger, para quien en el cine, en la amistad y en los libros prefería los claroscuros, las sombras y el sfumato

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Porque Florence también jugó un rol secreto, pero eminente, en la vida literaria de su tiempo. 

Me acuerdo de nuestros primeros encuentros y de mi irresistible deseo de confiarle mis textos. 

Me acuerdo de esa manera singular que tenía de leer sin cortar, de releer sin corregir, de juzgar sin tachar ni recomendar. 

Me acuerdo de cómo su ironía sin dureza y su melancolía le conferían el talento inestimable de indicar, como el jefe de obra de un jardín o el maestro de una orquesta, pasillos y claros, el tiempo de un allegro o el del punto de un órgano. ¡Eso ya era mucho!, porque así le dio a los escritores, a quienes amaba, las fuerzas para avanzar.

Me acuerdo de esa manera singular que tenía de leer sin cortar, de releer sin corregir, de juzgar sin tachar ni recomendar

Lectora infalible pero tímida, correctora sin agenda, entomóloga de borradores y filigranas de papel que dirigía la colección como se compone un ramo. Era un comité de lectura ella sola y una rue de Sébastien Bottin sin muros ni dirección

Ella era la cumbre de las letras que apreciamos por su rareza y para la que, en el organigrama de la Palabra, no hay un nombre real.

Fue una pasajera considerable y mejor que el humor de una estación, las requisiciones de una hora o los editores más escrupulosos que han suscitado algunas obras. 

Esta mujer de papel y carne, esta musa escapada de uno de los guiones y manuscritos que supo inspirar y que, tras un comercio privilegiado con el reino de la ficción, trajo novedades tanto de ese reino de allá como de este país de aquí. Hay que reconocer hoy que su contribución a la literatura de la época fue muy discreta. Casi clandestina. 

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Una última palabra.

No vi más a Florence en los últimos meses de su larga vida de azogue.  

Y solo me comuniqué con ella a través de textos enigmáticos que firmó como la muda o el silencio al borde de la metamorfosis en gaviota. 

Pero pensé mucho en ella

Y mientras intentaba imaginármela me venían al espíritu imágenes del último capítulo de El año pasado en Marienbad de forma inevitable, porque le debe tanto, y su heroína se sabe presa sin recursos. 

Las salas y los parques se vaciaron. 

La vida no es más que un travelling magro, repetitivo y glacial en una pesadilla de corredores y puertas, de arboledas y arabescos donde “incluso allí ella desaparece”. 

Y el hombre delgado ahora viene y dice: “Toda esta historia ha pasado, terminó, ustedes están aquí para descansar”.