Es la víspera de las elecciones legislativas, tan cruciales para Estados Unidos, y alguno pensaba todavía que los resultados harían vacilar a Donald Trump.

También es el día en que nací, tengo que pellizcarme para creerlo. Pero no, sí lo es, ese día que nunca imaginé que llegaría está aquí: tengo 70 años.

Me preparo para entrar en el escenario del Public Theater, que es uno de los más intimidantes del Off-Broadway. El mismo donde fue creado Hair en 1967, A Chorus Line en 1975; es donde descubrí, con el tiempo, las puestas en escena más audaces de Shakespeare; es el teatro de Arthur Miller y de Tenessee Williams, el mismo en el que en unos minutos voy a interpretar mi Looking for Europe.

Instante de la representación Looking for Europe en el Public Theater de Nueva York

¿Qué tenemos en la mente cuando nos preparamos para un reto así?

Esa cita con la vida (70 años... incluso cuando, a la manera del joven Mauriac o del Don Juan de Roger Vailland, uno cree en el tiempo inmóvil, que no es poca cosa...), ¿es una manera de ignorarla?, ¿de hacerla desaparecer?, ¿de ponerla a prueba?, ¿es irreverencia?, ¿una cena con el diablo?, ¿la impiedad máxima?

¿Y cómo, si no, se tomó la decisión? ¿Fui yo verdaderamente? ¿O fue Oskar Eustis, el legendario director de teatro?, ¿o fue el azar que juega a los dados con nuestras vidas y es, como todos saben, el más implacable y gracioso de todos los dioses?

Realmente no tengo tiempo para ocuparme en estas cuestiones.

Porque todo lo que cuenta, por el momento, es este gran cuarto oscuro y aterrador que veo tras los bastidores.

Solo cuentan las caras, que imagino sin ver, de mis amigos neoyorquinos que me vinieron a apoyar en esta extraña aventura.

Y las de los otros, ni amigos ni enemigos, el público real, igual de cruel en Nueva York que en París. Me sentí tan orgulloso de ver la palabra 'no hay billetes' publicada en el sitio web del teatro poco después de la apertura del evento pero ahora, de repente, tengo mucho miedo.

Y después, ese texto de dos horas, inspirado de mi Hotel Europa que llevó hace años Jacques Weber al Teatro del Atelier, pero que he reescrito por completo febrilmente durante días y noches como los isabelinos que hasta el último minuto incorporan en sus libros los rumores de la ciudad y el eco de las tabernas. O a la manera de Meyerhold, quien en los años 20 en Moscú, hacía entrar a las “novedades del frente” y transformaba en mitins ardientes esas coreografías mecánicas y glaciales… ese monólogo despeinado en inglés, de un escritor encerrado en un cuarto de hotel en el que debe preparar un discurso sobre Europa que tendrá que pronunciar en exactamente dos horas, pero que se le escapa entre los dedos y se descompone cada vez que cree haberlo terminado… en principio, me lo sé… lo he memorizado, pero ¿cómo estar seguro?

Incluso si es el caso, si no me lo sé, o uso el teleprompter puesto como precaución en un rincón delante de la escena, ¿el cuerpo se acordará de lo que debe hacer?, ¿la voz?, ¿el espacio sagrado debajo de mis pies sabe que debe ser también buen actor?

Bosnia, la guerra de España de mi generación servirán de telón de fondo para la pieza.

También la muerte de la embajadora Pamela Harriman en la piscina del Ritz de París, de la que fui testigo pero jamás he narrado.

Y un encuentro con Barack Obama joven, cuatro años antes de su elección como presidente, y el misterio de ese hombre que quiere convertirse, quince años después, en productor de Netflix.

Constituir un gobierno euroamericano que se oponga de urgencia al euroasiático de Putin en el que George Soros y la Madre Teresa se encargarían de la cartera de Finanzas

La evocación del Chalom de Chalom, un abuelo pastor que pensaba, él también, que está prohibido ser viejo y que deberíamos vivir hasta los 120: no estaba menos muerto en medio del desierto. La posibilidad de una carne mineralizada de inmediato, gracias a sus huesos gloriosos en contacto directo con el infinito: la muerte de los santos.

Surgirán otros fantasmas buenos, tránsfugas del cielo y ángeles guardianes, llamados al rescate; para, al final, reinventar Rushmore y la Estatua de la Libertad; constituir un gobierno euroamericano que se oponga de urgencia al euroasiático de Putin en el que George Soros y la Madre Teresa se encargarían de la cartera de Finanzas; Jan Karski y Woodrow Wilson, de Asuntos Exteriores; Sartre y Jeff Koons, de El Ser y la Nada; en definitiva, formular un atlantismo metafísico donde la gran y bella voz iría desde puente de Brooklyn al Mirabeau y, en caso de que no se materialice el brexit, a las orillas del Támesis.

Y luego, la actualidad del día: auge del populismo en Europa; el triunfo de un neofascista en Brasil; la soledad de Emmanuel Macron para portar los valores de una Europa firme; Baby Trump y su tendencia a casarse con sus esposas como si reclutara lacayos: con el cálculo de indemnización estipulado en el contrato de salida; la matanza de Pittsburgh y la letanía de nombres de las víctimas; esa multitud de paquistaníes, que conozco muy bien, gritando ante la muerte de la cristiana Asia Bibi; y finalmente, el viento de locura que sopla sobre el campo y que -desde campañas para boicotear Israel hasta la reescritura de las obras maestras de la literatura juzgadas como demasiado irrespetuosas con los tabúes de “identidad política”- está haciendo que se erija la izquierda más tonta del mundo.

Una mezcla de tiempo y lugares.

Confusión extrema de sentimientos.

Y al final, cuando todo el salón se levanta y a una sola voz entona un Happy Birthday to you: uno de los momentos más preocupantes y felices de mi vida como escritor; y la firme intención de proseguir la aventura pero, esta vez, en Europa.