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Vivo rodeada de pacientes con pavor a la Navidad y a sus consecuencias a nivel digestivo. Pero las festividades decembrinas no suelen ser el problema. El problema es cómo llegamos a ellas.

Muchas personas aterrizan en diciembre ya cansadas, con digestiones irregulares, sensación de hinchazón, gases frecuentes, estreñimiento alternado con diarrea, brotes de piel, cansancio persistente o esa pesadez que no termina de irse nunca.

Y cuando a un intestino que ya va justo le sumamos más alcohol, más azúcar, más comida, más desorden y menos movimiento, lo raro sería que no aparecieran síntomas. Todo esto no es solo una cuestión de “he comido de más”.

Tiene mucho que ver con el estado previo de tu microbiota intestinal, ese ecosistema de microorganismos que vive en nuestro intestino y participa activamente en la digestión, la regulación del sistema inmunitario, el metabolismo energético, la inflamación e incluso el estado de ánimo.

Cuando ese equilibrio se altera, el cuerpo lo muestra rápido. Y lo enseña no solo a nivel digestivo, sino también inmunitario, energético y en la piel. Durante las fiestas se juntan muchos de los factores que más impactan en la microbiota. El aumento del consumo de alcohol es uno de los principales.

Este irrita la mucosa intestinal, aumenta la permeabilidad del intestino y favorece procesos inflamatorios. A esto se suma el mayor consumo de azúcares simples, presentes en dulces, postres, bebidas y picoteos frecuentes.

Imagen de archivo de una familia cenando por Navidad. iStock

El exceso de glucosa alimenta bacterias menos beneficiosas y desplaza a las que nos protegen. Si añadimos comidas más copiosas, horarios tardíos y un descanso de peor calidad, el escenario para la disbiosis está servido.

Además, no podemos olvidar el papel del estrés. Aunque asociamos la Navidad a descanso, para muchas personas es una época de sobrecarga emocional, compromisos, prisas, expectativas y poco tiempo propio.

Como ya sabes, el sistema nervioso y el sistema digestivo están profundamente conectados. Cuando vivimos en un estado de activación constante, la digestión se ralentiza, se segregan menos enzimas y los síntomas aparecen con más facilidad.

Todo esto explica por qué en estas fechas aumentan tanto el ardor, la pesadez, los gases, la sensación de fermentación, el estreñimiento y el malestar general. Y también por qué muchas personas sobreviven a diciembre a base de antiácidos, infusiones a deshora y resignación.

Cuidar la microbiota en Navidad no significa convertirse en la persona que sólo come pescado a la plancha mientras los demás disfrutan. Consiste, más bien, en introducir pequeños gestos de equilibrio que permitan que el intestino no pierda del todo su estabilidad.

A nivel nutricional, hay alimentos que resultan especialmente protectores en estas semanas. Las verduras cocinadas, por ejemplo, son mucho mejor toleradas que las grandes ensaladas crudas, que en muchos casos aumentan la fermentación. Los caldos caseros ayudan a la mucosa intestinal y resultan reconfortantes en cenas más ligeras.

La proteína de buena calidad —pescado, huevos, carne, legumbres bien cocinadas— es esencial para que la digestión sea más estable y para evitar los picos de hambre que luego desbordan las decisiones. Y las grasas antiinflamatorias, como el aceite de oliva o el aguacate, ayudan a compensar comidas más pesadas.

Los fermentados también pueden ser aliados, siempre que se toleren bien y se utilicen en pequeñas cantidades. No se trata de tomar probióticos a lo loco, sino de preservar un mínimo de estímulo positivo para la microbiota en fiestas. Mi consejo: una pequeña cantidad de col fermentada, encurtidos caseros o kéfir en todas las comidas puede ser el cambio que necesitas.

Uno de los aspectos más importantes —y más olvidados— es cómo se organiza el resto del día cuando sabemos que habrá una cena potente por la noche. Muchas personas tienden a saltarse comidas pensando que así “compensan”.

Sin embargo, llegar a una cena navideña con hambre extrema suele traducirse en una peor digestión, menos control sobre las cantidades y más malestar posterior. El cuerpo tolera mucho mejor los excesos puntuales cuando no viene de un ayuno caótico, sino de una estructura mínima estable.

Algo de proteína en el desayuno, una comida ligera pero completa al mediodía —con verdura, proteína y algo de grasa— y una pequeña toma suave antes de la cena ayudan a que la respuesta sea mucho más eficiente.

También conviene recordar que la microbiota no solo reacciona a lo que comemos, sino a cómo comemos. Comer rápido, de pie, con pantallas, con prisas o con tensión emocional hace que el cuerpo entre en un estado menos digestivo.

Desde el punto de vista fisiológico, esto se traduce en una menor secreción de ácido gástrico, una peor activación de las enzimas digestivas y un tránsito intestinal más lento. No es una cuestión de “relajarse” en abstracto, sino de entender que sin calma no hay buena alimentación.

En las cenas navideñas no se trata de elegir perfecto, sino de ordenar la comida con un mínimo de criterio. Empezar por proteína y algo de verdura, dejar el pan y los dulces para el final, masticar más despacio de lo habitual y no mezclar alcohol con el estómago completamente vacío mejora muchísimo la tolerancia digestiva.

Tampoco tiene sentido demonizar los postres, pero sí evitar que los dulces se conviertan en parte del desayuno, de la merienda y del picoteo constante durante todo el día. Cuando aparecen los síntomas —gases, ardor, etc.— muchos recurren de forma automática a los antiácidos. Error: en muchos casos el problema no es un exceso de ácido, sino una digestión enlentecida.

Imagen de archivo de postres navideños. iStock

Caminar después de cenar, evitar tumbarse justo al terminar, tomar una infusión digestiva, elevar un poco el tronco al dormir si hay reflujo, tomar una cucharita de bicarbonato o simplemente respirar lento durante unos minutos puede mejorar más de lo que parece. El botiquín no siempre es la primera solución.

Uno de los mayores factores de desequilibrio en estas fechas es la idea de “en enero ya me cuidaré”. El daño rara vez lo produce una cena concreta. Lo que realmente pasa factura a la microbiota es la desconexión prolongada de cualquier hábito básico durante dos o tres semanas seguidas. La microbiota no necesita perfección, pero sí cierta continuidad.

Algo de verdura cada día, algo de proteína real, algo de movimiento y algo de descanso. Con eso, muchas personas podrían atravesar las fiestas con mucha menos sintomatología. Relajarse, de hecho, es una de las grandes asignaturas pendientes en Navidad.

Dormimos peor, más tarde y con horarios alterados. El sueño tiene un papel fundamental en la regulación de la inflamación y en el equilibrio del sistema digestivo. Dormir poco o mal no solo nos deja más cansadas, también empeora directamente las digestiones.

Cuidar el intestino en Navidad no va de hacerlo todo perfecto, ni de renunciar al disfrute, ni de vivir en modo restricción. Va de no abandonarse del todo.

De entender que disfrutar y cuidarse no son opuestos. Que se puede brindar, compartir mesa, tomar un trozo de turrón… y al mismo tiempo seguir incluyendo alimentos que nutren de verdad, respetar un mínimo de horarios, moverse un poco más y escuchar al cuerpo cuando empieza a pedir pausa.

Porque pocas cosas empañan más las fiestas que pasarlas con la tripa hinchada, el estómago revuelto, la piel alterada y el cansancio instalado. Y no, no es que el cuerpo “no aguante nada”. Muchas veces es simplemente que lleva demasiado tiempo aguantando.