Carme Ruscalleda es una figura irrepetible en la gastronomía española. Nacida en Sant Pol de Mar en 1952, se ha convertido en la cocinera con más estrellas Michelin del país y en la única mujer que ha logrado sumar siete de estos reconocimientos a lo largo de su carrera, rompiendo también los estereotipos de género que históricamente han marcado la alta cocina.
Su trayectoria, construida desde la autodisciplina y el trabajo incansable, la ha situado en lo más alto del panorama culinario internacional. Sin embargo, detrás de ese reconocimiento, de los premios y de las largas colas para probar sus platos, también existe una Carme que ha vivido décadas de exigencia, compromiso y entrega absoluta.
Esa misma dedicación —que jamás ha aparcado, ni habiendo cerrado su restaurante hace 7 años—, es la que sigue marcando hoy su papel dentro de la familia: una abuela que disfruta de sus nietas, pero que no se identifica con el modelo tradicional, ya que nunca ha detenido ni subordinado su vida profesional para desempeñar ese papel, cuenta en una entrevista para La Vanguardia.
Un modelo tradicional y una chef profesional
Carme Ruscalleda inició su carrera gastronómica con un negocio familiar, una charcutería en Sant Pol de Mar. Tras formarse en el oficio e incorporar una sección de platos para llevar, ella y su esposo abrieron el restaurante Sant Pau, en el año 1988. Su primera estrella Michelin llegó tres años después.
Ese pequeño restaurante de Sant Pol de Mar fue creciendo, ganando reconocimiento y, finalmente, alcanzó las tres estrellas Michelin, una cima reservada solo a los grandes templos gastronómicos del mundo.
A esa consagración se sumó la expansión internacional: el Sant Pau de Tokio, con dos estrellas, y Moments —en el hotel Mandarín Oriental de Barcelona—, donde junto a su hijo Raül Balam obtuvo también dos estrellas más. Todo ello, gracias a una cocina basada en productos de temporada del Maresme y del Mediterráneo, con un toque moderno.
La suma de todos esos logros, siete estrellas activas, la situaron en un lugar de prestigio absoluto. Pero, sobre todo, evidenciaron algo que ella misma no se cansa de repetir: cada paso fue fruto de su dedicación al trabajo, una entrega que, como explica al medio citado, nunca ha abandonado, ni siquiera cuando llegaron sus nietos.
A pesar de que el restaurante Sant Pau cerró sus puertas en 2018, Carme nunca se retiró. La liberación de los horarios estrictos le permitió asumir proyectos que antes tenía que rechazar.
"Ahora tengo una libertad de acción que no tenía cuando tenía el compromiso de servir comidas y cenas en el Sant Pau. Siempre me ha gustado la pedagogía y ahora puedo hacerlo más. Voy mucho a escuelas y me surgen cosas inauditas", cuenta en la entrevista. Incluso, la chef ha tenido tiempo para grabar el videoclip de la pieza de música titulada con su nombre.
Carme Ruscalleda posa para Metrópoli en la feria Alimentaria
La chef también cuenta que esa liberación de tareas le permite pasar tiempo en familia y hacer comidas en casa para todos ellos. Sin embargo, este nuevo hábito es más bien novedoso, ya que, mientras ejercía, "nunca ha abandonado su labor profesional" para cosas como recoger a su nieta del colegio.
"Yo nunca, nunca me pondré la medalla de abuela. No he renunciado a nada de mi actividad para ir a buscar la niña a la escuela o llevarla a la piscina. Esto no lo he hecho nunca: siempre he continuado con mi vida profesional", confiesa Ruscalleda.
Para ella, esto no la convierte en una abuela ausente, sino en una mujer que ha decidido mantener su vida profesional sin interrupciones, siguiendo un modelo que históricamente solo se ha permitido a los hombres.
"¿Por qué un hombre puede dedicarse a un trabajo que le reclama lo mejor de su vida? Porque sabe atender su retaguardia", apunta. "Si en tu retaguardia tienes niños pequeños que atender, gente mayor y una casa, te tienes que organizar para que eso esté muy bien tratado y entonces te podrás dedicar de lleno a tu trabajo".
Ruscalleda entiende la conciliación como una cuestión de organización y de apoyo: si en tu entorno hay hijos pequeños, personas mayores o una casa que atender, sostiene, todo debe estar bien gestionado para poder dedicarse de lleno al trabajo.
Ser una buena abuela, insiste, no es renunciar a la propia vida, y ella no ha renunciado. Sus nietas van a su casa, disfrutan de su comida, pero su agenda sigue siendo la de una profesional plenamente activa.
En ocasiones, reconoce que ha sentido la punzada de la culpa, un sentimiento familiar para muchas madres trabajadoras. Recuerda que sus hijos fueron malos estudiantes y que a ella eso la desesperaba.
Siempre tuvieron un profesor en casa, pero aun así, durante años, se preguntó si las cosas habrían ido de otra manera si ella hubiera pasado las tardes a su lado, si quizás los habría "enganchado al estudio".
Ante esto, sus tres hijos la tranquilizan: le dicen que no, que ellos eran así, que su presencia no habría cambiado nada. Pero esa duda es algo que le ha castigado durante mucho tiempo. En la actualidad, sus dos hijos siguen su mismo camino.
"Los hijos no los tienes que embarcar nunca hacia un trabajo ni se lo tienes que proponer. Lo tienen que elegir ellos. Tienen que sentir la libertad de enamorarse de una profesión y entonces le dedicarán su vida y serán felices trabajando", cuenta.
