Vestir bien envejece y lo hace con la precisión de un suero antijuventud. Cuando digo esto, mis amigas se irritan, especialmente las que gastan en ropa, cuando en realidad deberían sentirse relajadas y felices: ahora es más fácil.
Démosle una vuelta para que se entienda: cuanto más impecable voy, más señora parezco, señora de las que en los ascensores es llamada como tal. Cuanto más desaliñada, e informal, más joven. Es una ley de la física universal que debería enseñarse en los colegios.
Paloma Barceló (52 años), fotógrafa de moda, y autora de la tira cómica Socorro, dice que un día probándose una falda le preguntó a su madre: “¿Me hace parecer muy señora, no?”. A lo que esta le respondió: “Paloma, tienes 42 años, es que lo eres”.
Fotograma de 'Mujeres al borde de un ataque de nervios'.
Ella suele vestir juvenil y si algún día se siente más sexy, “el hit es tirar de vintage, un vestidito de los 70 o unos pantalones de campana con una camisa de picos. Lo retro no echa años”.
Paula Ramírez (47) del Ministerio de Igualdad coincide con las prendas informales, pero “con el vintage cuidado, cuando lo llevas con 50 puede parecer que realmente sales de los 50 y eres la mujer de la pistola de Mujeres al borde…”.
A los 16 o 20 años, le robaba la ropa a mi madre: blusas de seda, bolsos de Loewe, piezas de cuero, cinturones sofisticadísimos... Yo me los ponía con esa indolencia propia de quien no sabe lo que cuesta un buen zapato, ni la factura del tinte, ni un mísero botón.
Me bastaba una chaqueta de su armario, con su regañina posterior, para sentirme una princesa. La juventud lo aguanta todo: incluso un conjunto de señora que se escurre por los flancos. Digamos oversize.
A los treinta y tantos me convertí, literalmente, en la mujer que mi progenitora vestiría. Fue la era dorada de mis Louboutine, mis Prada, mis Manolos, mis bolsos de mano y mis sombreros, pendientes grandes y bisutería pesada, cara y pija.
En esa década, me codeaba con personas mayores que yo, clasiconas y clasistas, las dos cosas, de rancio abolengo, y gustos más rancios, donde la elegancia convencional entre la misa de 12 y el vermut parecía una forma de poder. Y quizá lo era, pero también un pequeño atentado contra la ligereza, que no imaginas, esa no la ves venir (después de construir un armario como el mío).
Y allá va, quiero protegeros de invertir en un closet como una carroza, porque creédme, se convertirá en calabaza contigo dentro. A partir de los 40, las mismas prendas que te hacían brillar, te convierten en lo que eres: una mujer de mediana edad, en el mejor de los casos “señora fetén”.
Nada pronuncia más el surco nasogeniano que ir por ahí perfectamente ataviada. Faldas de telas lujosas, tacones finos, vestidos caros, chaquetas a medida, pañuelos, joyería y hasta paraguas… Todos enemigos de la frescura y de la juventud en la perimenopausia.
Incluso creo que vestirse “bien” no es un gesto de elegancia, sino de cobardía. Temor a parecer desordenada, vulgar, o simplemente fuera de lugar, donde la lozanía —esa diosa inmortal del estilo— vive precisamente fuera de lugar. Es insolente, incómoda... Y por eso es tan difícil de conservar con los años y las cosas de la vida.
Mi hija Inés, de 17, empieza a invadir mi armario. Usa mis blazers, mis abrigos de cashmere, que deja arrumbados en una silla cuando llega a casa; se pone mis tacones de suela roja y los devuelve pelados o sin tapas. Todo le queda bien, como si las prendas rejuvenecieran al contacto con su inexperiencia y su maltrato.
En cambio, yo —que le he devuelto el cumplido y he empezado a usar su armario— le robo los jeans, hasta los rotos, las minifaldas vergonzantes, las Dr. Martens, las camisetas, los minishorts y las sudaderas gigantes.
Hay algo casi místico en nuestro intercambio generacional: lo primero, que, como en todo, en materia de estética, lo único que nos salva del patetismo es el humor. Y luego, que la moda es una cuerda floja que atraviesas desde la elegancia hasta el descaro, pero si te empeñas en mantener el equilibrio, caes.
A mis años, he comprendido que la juventud no es una cuestión de arrugas ni de cirugía, sino de intención y pensamiento, de improvisación y flexibilidad. El estilo es un accidente con gracia.
En cambio, el modo adulto es una operación quirúrgica con tornillos y clavos en la rótula. Cada cosa tiene su lugar: el bolso de piel con el zapato nosequé; la falda x con la blusa tal; el collar grandote; el perfume caro… ¡Rigidez! Es la estética de quien ha aprendido y sabe, pero también de la que ya no experimenta, ni arriesga porque no tiene fantasía.
Dentro de las prendas que me he quitado como el que deja de fumar hay algunas realmente gerontológicas. Los zapatos de salón, por ejemplo, son el ataúd del deseo. Cualquier adolescente con unas Converse y una falda parece más simpática que una mujer con un salón de 10 centímetros y clutch ad hoc.
Y luego los stiletto, cuanto más altos menos sexys a ciertas edades, por extraño que te suene. Los pantalones de pinzas te echarán 200 años. La famosa camisa blanca impecable, antes icono de elegancia, te da aire inmediato de inspectora de Renfe o directora de colegio concertado.
El bolso estructurado mítico (tipo Kelly o Lady Dior) pasa de accesorio aspiracional a certificado de menopausia social; el vestido tubo negro, antes little black dress, ahora es little black dead; y las faldas largas plisadas —tengo 15—, esas de influencer parisina deseable, a los 50 son de catequista sin pasado.
No te acerques a una perla jamás después de los 40, ni aunque pulsándola como un botón supieras que acabarías con los males del mundo. En cambio, disfruta y ahorra tiempo y dinero con un pelo improvisado: ni liso ni rizado, a poder ser largo, cuanto más mejor (porque en la perimenopausia no crece) y nada pulido. Huye de la melena con brushing como de un chute de ébola.
Mayte Ametlla (56), periodista y productora ejecutiva de Cámara Entertaiment, ha desterrado totalmente estas piedras, dice que con su físico renacentista y un pendiente clásico parecería salida de un retrato del Prado. Sin embargo, piensa que las prendas buenas no te ponen años sino aplomo, bien combinadas con otras juveniles. Dice que “las mujeres solo perdemos rollo cuando dejamos de divertirnos”.
Julianne Moore, con un look perfecto rejuvenecedor.
Insisto: un peto vaquero con 18 te conducía al descrédito —mi hija jamás se pondría uno, le harían bullying dice—, pero a los 48 es una de las prendas más económicas, sexys y cómodas. Puedes comerte un cochinillo y ocultarlo dentro. La blusa masculina o el suéter gigante de adolescente con desórdenes psicosociales en adultas es tiempo robado felizmente a la vida. Confieso que lo único que no le he perdonado a mi exmarido es que se llevara su camisa de esmoquin: mi mejor look consistía en presentarme en cualquier sitio con ella exclusivamente. Bueno, y un cinturón.
El bolso de tela, de trapo o la mochila, a los 18, vulgaridad, a los 50, afrancesamiento. Parece que vas a más museos, además de estar más buena.
Paula nunca lleva bolsazos: “Si no vas muy alternativa y moderna, con un Loewe pareces una rancia; también hay que tener cuidado con las mechas y el maquillaje, veo a señoras que van marrones o camel enteras… Aunque, ojo, la ropa cutre a cierta edad puede quedar descuidada, dejada y ajada. Es un difícil equilibrio, la verdad. El recurso es que somos más sabias".
Lo peor es que el sistema te empuja. 5.000 años de heteropatriarcado te dicen que a partir de los 40 “apuestes por básicos”, “evites excesos” y “vistas de acuerdo a tu (perfectamente aburrida) edad”, lo cual equivale a aceptar la rendición.
Como si la edad tuviera un dress code: tonos neutros, nada corto, nada transparente, nada divertido. Es el equivalente textil del silencio. El mandato no verbal te ordena: desaparezca con elegancia, ¡señora!
Yo, que soy muy esteta y combino esa cualidad con un defecto mayor, que no tengo miedo al ridículo ni busco la aprobación ajena demasiado, llevo años observando la relación entre edadismo y moda.
Las mujeres jóvenes van más monas disfrazadas de adultas y la inversa, y las ancianas... Ah, cuando yo sea una dulce viejecita entonces me teñiré el pelo de verde 'punkipodrido'.
María Pilar Guijarro, Socia Directora de Watson Farley & Williams España (52 años), opina que “el imaginario colectivo asocia ropa seria y cara, con estatus, posición y edad, inevitablemente. El problema es que la alternativa es peligrosísima porque la mayoría de las mujeres de mediana edad no aguantan el armario de las jovencitas y no mejoran vistiendo así; te puede envejecer más, como un exceso de bótox. Son otros cuerpos, y otras formas. Y puestos a elegir entre parecer de tu edad pero elegante versus verte algo más joven pero dar lástima… También es bonito proyectar aura, autoritas, respeto, seguridad… No hay que arriesgarse a estar ridícula".
En efecto, la moda es política. La ropa no solo cubre el cuerpo: delata. Cada prenda lleva una intención escondida, una negociación entre lo que deseamos ser, nuestra historia épica y nuestras concesiones al aburrimiento.
Cada temporada tenemos que elegir entre parecer modernas o ridículas. El resultado, un ejército de mujeres uniformadas. Elegantes, sí. Pero también invisibles.
Cuando veo a mi hija salir con una falda minúscula y una chaqueta de mi colección, pienso que quizá la moda es una cadena de favores: nosotras les prestamos la experiencia y ellas nos devuelven la magia.
Carmen W (47 años), diseñadora, dice: “Yo voy vestida como si tuviera 20, bodys de encaje, Adidas, riñonera, botas altísimas de putón… Mezclo sexy con deportivo. Esto era impensable en el siglo pasado, pero vivimos en una sociedad infantilizada, y el mercado lo impone. Y eso que atravesamos un movimiento paralelo muy inclusivo, pero es mentira, se trata de Matrix. La ropa de joven te hace sentir más joven; guapa de lejos, es una trampa, pero funciona. Y dentro de 10 años o más seguiré poniéndome lo que quiera”.
La belleza, como todo lo atractivo, necesita algo de caos, y del error. El magnetismo nace del desequilibrio, de algo que no cuadra del todo, porque lo demás huele a control, y el control es alcanfor. No digo que debamos renunciar al gusto, sino al miedo.
