Cada una de mis novelas tiene un origen particular. Algunas han surgido de un recuerdo, un sentimiento, o un personaje que porfía hasta volverse historia. Pero a pesar de sus orígenes diversos, todas poseen algo en común.
A partir de ese urdido interno de la mente, que de pronto brota a la superficie en la forma de una idea o de un personaje, construyo una historia. Cimentando cada ladrillo, levantando muros, abriendo ventanas y pasillos, hasta el final.
Sin embargo, esta vez quería partir escribiendo desde otro lugar, borrar los caminos trazados, transgredir mis propias fronteras, extraviarme.
Quería saber qué surgiría si desmontaba el andamiaje de rutinas y zonas seguras que me sostenían, si dejaba atrás todo lo que creía haber aprendido y me dejaba llevar por el azar.
Intuía que, solo adentrándome en territorios desconocidos, arriesgándome, incluso a la oscuridad total, podría encontrar esa historia oculta y esencial que sabía me aguardaba en algún lugar.
Por eso, el 23 de septiembre del 2019, provista de una cámara fotográfica y un cuaderno, partí a Nueva York. Había alquilado por internet un cuarto en el barrio universitario de Columbia.
Un cuarto que, en las fotografías del sitio aparecía luminoso, decorado con simpleza y buen gusto, pero que, cuando llegué, descubrí estaba invadido de cucarachas, tenía el colchón en un suelo que nadie había barrido por siglos, y no tenía ventanas.
Mi primer impulso fue huir, buscar otro alojamiento, y gritarle al dueño del apartamento, a quien nunca le vi la cara, que era un delincuente.
Pero, pasada la rabieta inicial, me di cuenta de que era allí donde me había llevado el azar, y era allí donde debía comenzar mi aventura si quería ser consecuente con lo que me había propuesto.
Compré una escoba, limpié lo que pude, y me quedé.
Estuve en Manhattan un mes y medio tomando fotografías y escribiendo un diario. Provista de mi cámara y mi cuaderno, caminaba hasta perderme.
Mi único norte cuando salía cada mañana era dejar entrar el misterio, la extrañeza, abrir los sentidos para que las infinitas posibilidades de la existencia se desplegaran.
Sin fecha de retorno y sin otro objetivo que caminar, el azar se volvió mi más fiel acompañante. Nunca imaginé que la incertidumbre podía ser una forma de libertad.
Me detenía en parques, en cafés, sintiendo el latir de cada instante, sin urgencia, con la expectación de quien está dispuesta a dejar que el destino haga lo suyo.
Volví a Chile con decenas de fotografías y anotaciones. Al mirarlas nuevamente, en la calma de mi hogar, descubrí que la mayoría de las fotografías eran de grafitis que había encontrado en las calles, en los baños, y en los más recónditos lugares de la ciudad.
Uno de los grafitis llamó mi atención sobre los otros. En un muro de un baño, alguien había escrito She went. Ella se fue. ¿Quién era esa mujer que había partido? ¿A quién había dejado?
Fue entonces cuando la historia apareció ante mis ojos con una nitidez deslumbrante.
Mi vida Robada es la historia de Biba, una actriz que, ahogada en una existencia monótona y sin horizontes, decide dejar a sus dos hijos y a su marido en Chile y partir a Nueva York en busca de una nueva vida.
Veinticinco años más tarde, su hija, Lola, recibe la noticia de que su madre ha desaparecido sin dejar rastros.
Lola apenas conoce a su madre. A la distancia, ha construido para Biba una existencia llena de gloria, romance y belleza, de la cual ella y su hermano nunca han sido parte.
A pesar del resentimiento, Lola decide tomar un avión a Nueva York, y a la manera de un thriller, comenzará a buscar a su madre en los laberintos de la ciudad.
Lola necesita encontrarse frente a frente con esa mujer que la ha perseguido en sus sueños, con una parte de sí misma con la que sabe, a pesar de su resistencia, necesita reconciliarse.
Es así cómo vamos conociendo a la misteriosa Biba, a través de los sentimientos de Lola. Sentimientos donde se conjugan la rabia, la añoranza y la curiosidad.
Poco a poco las amigas y amigos de su madre con quienes se encuentra le van otorgando una nueva perspectiva, que no solo cambia la imagen que tenía de su madre, pero también la de sí misma.
Cuando inicié el viaje a Nueva York en busca de una historia, no sabía que terminaría hablando sobre todas esas madres que dejan a sus hijos, y que, a diferencia de los padres, son repudiadas por sus padres, por la sociedad y su familia. Las malas madres.
Tampoco sabía que aquella historia terminaba en mí.
Mi madre murió cuando yo tenía 17 años, y el sentimiento que me ha acompañado durante todos estos años ha sido el de abandono y traición.
Así, Mi vida Robada no solo es el thriller de una búsqueda, una reflexión sobre la maternidad, sobre las disyuntivas que aun enfrentamos las mujeres cuando buscamos definir el rumbo de nuestras vidas, pero también es una forma de exorcizar mis propios fantasmas.
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