Elena Pérez
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A comienzos de la semana, el 24 de noviembre, el Parlamento de Australia se situó en el foco de la polémica después de que la senadora Pauline Hanson fuera expulsada por acudir vestida con un burka como respuesta a la negativa del Senado a que su grupo, One Nation, presentase un proyecto de ley para prohibir su uso en lugares públicos.

La líder del partido ultraderechista se negó a quitarse la prenda en varias ocasiones, a pesar de las repetidas peticiones de la presidencia para que lo hiciese. Una aparición por la que la sesión parlamentaria se suspendió durante más de una hora y que ha reavivado el debate sobre el uso de estos complementos destinados a cubrir el rostro femenino.

No es la primera vez que Hanson utiliza el burka como herramienta política: ya lo hizo en 2017, recibiendo duras críticas por parte de otros dirigentes. Esta vez no ha sido menos: la laborista Penny Wong, ministra de Asuntos Exteriores, calificó su actitud de "indigna"; Mehran Faruqui, senadora de los Verdes, la tildó de "descaradamente discriminatoria".

La provocación como instrumento

La moción de censura aprobada en el Senado declaró que esta pretendía "burlarse de personas por motivos de su religión". La líder de One Nation, sin embargo, defendió su postura en redes, asegurando que "si el Parlamento no lo prohíbe, me pondré este tocado opresivo, extremista y no religioso que pone en riesgo nuestra seguridad nacional".

Se trata de la provocación más reciente protagonizada por una mujer en un órgano legislativo. Pero este fenómeno no es nuevo ni es exclusivo de una u otra rama ideológica. En las últimas décadas, otras dirigentes también han recurrido a estos actos para visibilizar la dificultad de conciliar o reivindicar derechos para ellas y otros colectivos.

La cuestión de la maternidad

De hecho, el mismo Parlamento australiano que expulsó a Hanson acostumbra a recibir este tipo de actuaciones. En 2017, Larissa Waters, de Los Verdes, copó titulares por ser la primera mujer del país en presentar una moción mientras daba el pecho a su hija de 14 semanas, algo que no se permitió en la Cámara hasta el año anterior.

La senadora quiso estrenar la apertura de las normas llevando a su bebé con ella. "Si tiene hambre, eso es lo que haces: alimentas a tu bebé", aseguró entonces en declaraciones al diario The Courier-Mail. "Espero que no grite demasiado, pero probablemente se portará mejor que muchas de las personas en esta sala".

Lejos de ser criticada, Waters fue recibida con sonrisas por parte de sus compañeros. Algunas, como la laborista Katy Gallagher —hoy ministra de Finanzas de Australia—, la llegaron a aplaudir públicamente en los medios. "Las mujeres seguirán teniendo hijos y, si quieren trabajar, estar en el trabajo y cuidar de ellos... tendremos que adaptarnos", dijo a Sky News.

Estas intervenciones pueden entenderse como termómetros sociales en la medida en que las reacciones que generan dicen mucho de los contextos de sus sociedades. Por ejemplo, en 2009, Sarah Hanson-Young llevó a su hija de dos años al Parlamento y esta fue expulsada. "Estas reglas se redactaron en el siglo XIX", lamentó entonces a ABC News.

Una mirada a España

En este país, una imagen recordada es la de Carolina Bescansa, entonces diputada de Podemos, amamantando a su hijo de seis meses en su escaño durante la sesión constitutiva del Congreso en enero de 2016. La escena, retransmitida en directo y replicada durante días en informativos y tertulias, convirtió la lactancia en una cuestión de Estado.

La diputada de Podemos Carolina Bescansa, con su bebé, en una imagen de archivo en 2016. Sergio Barrenechea EFE

Su aparición abrió un debate sobre hasta qué punto las instituciones están pensadas para que una madre pueda ejercer su cargo sin renunciar a los cuidados. Unos celebraron el gesto a favor de la conciliación; otros la reprobaron por usar a su pequeño como gesto propagandístico, ya que desde 2006 el Congreso dispone de una Escuela Infantil.

Desde Europa, la eurodiputada Licia Ronziulli, la primera cuya imagen dando el pecho a su hija en la Eurocámara dio la vuelta al mundo, se solidarizó con ella. Durante muchos años, la italiana ha llevado a su hija a la Eurocámara, donde sus compañeros —y los ciudadanos— la han visto crecer y levantar sus bracitos para votar con su madre durante los plenos.

La de Bescansa no fue, en cualquier caso, la primera vez que una diputada daba el pecho en la Cámara Baja. A finales de los ochenta, la parlamentaria de Alianza Popular María Luisa Banzo ya había amamantado a su hijo en el Congreso, aunque su gesto pasó casi inadvertido y no generó una discusión pública sobre permisos de maternidad ni conciliación.

A lo largo de los últimos años se han ido viralizando imágenes de políticas europeas que comparecen en los parlamentos acompañadas de sus bebés, convertidas en símbolos de conciliación y de cambio en las instituciones.

Las últimas, en 2025, son las de la alemana Hanna Steinmüller, diputada de Los Verdes, interviniendo en el Bundestag con su hijo dormido en un portabebés mientras defendía el presupuesto del Ministerio de Construcción, una estampa que el propio Parlamento calificó de histórica y que volvió a encender el debate sobre cómo compatibilizar cuidados y representación política.

Política y espectacularización

Pero la provocación no se limita a los cuidados ni a los bebés. El cuerpo, la vestimenta y los símbolos culturales se han convertido también en herramientas de protesta dentro de las cámaras. Un ejemplo que se relaciona con la defensa de colectivos minoritarios. En Nueva Zelanda, el Parlamento se ha visto interrumpido en varias ocasiones por la haka, el baile ceremonial del pueblo maorí.

En noviembre de 2024, la diputada Hana-Rawhiti Maipi-Clarke protagonizó un momento polémico en el Parlamento de Nueva Zelanda en mitad de la votación de un controvertido proyecto de ley orientado a reinterpretar los principios del Tratado de Waitangi, documento que regula las relaciones entre la comunidad y el gobierno.

Al ser consultada sobre el voto de su partido, la política rompió una copia del mismo antes de encabezar una haka, el tradicional baile ceremonial de la cultura maorí, junto a otros civiles presentes en las gradas. Fue su forma de protestar ante lo que consideraban que era un intento de socavar los derechos indígenas. El baile obligó a suspender abruptamente la sesión.

Un año después, en octubre de 2025, la misma performance volvió a detener el reloj parlamentario. Esta vez llegó desde la tribuna: decenas de personas en la galería pública se levantaron para acompañar con cánticos y pisadas el primer discurso de la diputada Oriini Kaipara, también del partido Te Pāti Māori, que reivindicó en maorí la resistencia de su pueblo.

El presidente de la Cámara cortó la transmisión y suspendió temporalmente la sesión mientras ordenaba evacuar el hemiciclo. "No, eso no. La garantía era que eso no ocurriría", le reprochó sobre una danza practicada con el objetivo de desafiar al Gobierno, antes de paralizar la jornada.

Cuando el vestuario habla

También la ropa se usa como código. En Estados Unidos, decenas de congresistas demócratas acudieron vestidas de blanco al discurso sobre el Estado de la Unión de 2019 para subrayar su número récord en la Cámara de Representantes y reclamar avances en igualdad.

Este es un color cargado de mensaje en las movilizaciones feministas, desde las acciones en torno a la Convención Nacional Demócrata de 1916 hasta la marcha de Washington de 1978 en apoyo a la Enmienda por la Igualdad de Derechos. Ese tono asociado a la pureza dialoga hoy con otro símbolo muy reconocible en la era Trump.

Se trata del rojo, asignado por las cadenas de televisión para representar al Partido Republicano durante las elecciones. Si bien representa un símbolo de este, también se ha usado para criticarlo. En junio un grupo de manifestantes apareció en una protesta en Fort Worth (Texas) vestidas como mujeres de El cuento de la criada utilizando ese color.

En Polonia, 10 diputadas aprovecharon la investidura de Andrzej Duda en 2020 para convertir sus cuerpos en una bandera. Se sentaron formando los colores del arcoíris con vestidos y mascarillas, en señal de apoyo al colectivo LGTBI al que el propio jefe del Estado había calificado de ser una "ideología más dañina que el comunismo".

El grupo de diputadas que formó la bandera arcoiris en el Parlamento de Polonia. Reuters

Algo parecido ocurrió en el Bundestag alemán en 2025, cuando diputadas y diputados de Los Verdes y Die Linke acudieron al pleno vestidos con distintos colores para protestar contra la decisión de la presidencia de la Cámara de prohibir la bandera arcoíris en el edificio durante el Día del Orgullo en Berlín.

Y otro ejemplo: en 2022, el Parlamento escocés obligó a una mujer del público a abandonar una sesión del comité de Igualdad por negarse a quitarse una bufanda verde, violeta y blanca asociada al movimiento sufragista mientras se debatía la reforma de la ley de reconocimiento de género.

Horas después, la presidenta del comité, Alison Johnstone, admitió que su expulsión había sido un error, se disculpó en nombre de la institución y aclaró que esos colores no están prohibidos en Holyrood. El episodio desató críticas de varios de los allí presentes, que lo calificaron de bochornoso para la democracia nacional.

Tras esto, la diputada conservadora Rachael Hamilton, que intervino en el pleno luciendo también los colores sufragistas, celebró la rectificación y subrayó que era importante garantizar que tanto los parlamentarios como el público fueran tratados del mismo modo y que ese símbolo no vulnera las normas.

La parlamentaria conservadora escocesa Rachael Hamilton luciendo la bufanda con los colores de las sufragistas. Parlamento de Escocia

Performance y género

Pese a la diversidad de formas, en la mayoría de los casos que han trascendido a la opinión pública hay un patrón: las protagonistas son, a menudo, mujeres. No está claro si son ellas quienes recurren más a este tipo de gestos o si, simplemente, se les presta más atención cuando lo hacen.

"Hasta donde sé, no hay estudios específicos" sobre estas performances protagonizadas por políticas, dice la politóloga Silvia Claveri, experta en género y comportamiento electoral. "Lo que sí sabemos es que a las políticas se les exigen dos cosas a la vez: encajar en el ideal de ‘mujer normativa’ —tener hijos, ser moderada— y al mismo tiempo ser competentes".

A su juicio, cuando se desvían de esos estereotipos, se las juzga con mucha más dureza que a sus colegas hombres. En ese marco, las acciones ligadas a la maternidad o a los cuidados, como las de Bescansa o Ronziulli, pueden jugar a su favor: reafirman una imagen de buena madre a la vez que politizan esa experiencia.

Este tipo de actuaciones, más presentes en el imaginario global en las últimas décadas, están pensadas para un ecosistema mediático que premia la imagen por encima del trámite parlamentario. "El tipo de medios de comunicación que tenemos hoy condiciona estas reivindicaciones para que se puedan hacer más virales".

Pauline Hanson, antes de suspendida por entrar al Senado con un burka. Reuters

Sin cámaras, redes e inmediatez, muchas de estas acciones probablemente ni siquiera se plantearían. Los ejemplos recientes lo confirman. La haka de Te Pāti Māori contra la reforma del Tratado de Waitangi dio la vuelta al mundo y puso en el mapa una ley que, de otro modo, habría pasado desapercibida para buena parte de la opinión pública internacional.

Lo mismo ocurrió con la foto de Bescansa en el escaño o con la hija de Ronziulli, de la que hoy circulan series de fotos en las que se puede ver cómo va haciéndose mayor en el regazo de su madre. Se convirtieron en imágenes icónicas, mucho más recordadas que el contenido de las discusiones que se celebraban esos días.

Otra cosa es si esos gestos transforman la letra de las leyes. En Nueva Zelanda, el proyecto que pretendía reinterpretar el Tratado de Waitangi fracasó tras un fuerte rechazo social. En Argentina, la presión de la marea verde —símbolo del derecho al aborto—, dentro y fuera del Congreso, llevó a que se aprobase la ley de interrupción voluntaria del embarazo en 2020.

En otros casos, la provocación se queda en símbolo y poco más. Pero lo que está claro es que, en todos los escenarios, la provocación cumple al menos una función: convertir en noticia una reivindicación particular o asociada a los intereses de un grupo.