Me gusta ver el lado bueno de las cosas, por eso lo diré en palabras amigables y sencillas. Esta Blancanieves es una mierda.

Quién no ha visto la original. Esa oda al patriarcado. Una película que hoy no pasa un mal test feminista, ni de sentido común, pero que, en su contexto —años 30, Walt Disney inventando el cine de animación como quien inventa la penicilina—, resulta una pieza de orfebrería narrativa: una fábula clara, coherente y con cierta poesía enferma que, al menos, sabía lo que quería contar.

Pues bien, alguien en Disney ha decidido rehacerla. Pero no actualizarla, sino modificarla con el afán compulsivo de gustar a todos y no ofender a nadie. Y ha fracasado estrepitosamente en ambos objetivos.

Un Consejo General de Malabares Identitarios donde la protagonista, interpretada con una expresión facial inmutable —una mezcla entre 'consumo MDMA' y 'no entiendo la letra pequeña del contrato'— intenta aunar la dulzura clásica del personaje con una suerte de empoderamiento tan inmaduro que aterra más y mejor que la bruja. No entiendo su sonrisa de sepelio ni su repentino liderazgo, un recurso, por otra parte, previsible y manoseado que ejecutan sin gracia ni verosimilitud.

No sé por dónde empezar a relatar los desatinos que se suceden uno tras otro, empezando por el título y el color de piel de la princesa, que es morena, morenísima. Veamos, es difícil encariñarse con la joven, la actriz resulta antipática y narcisista, aunque es preciosa y canta muy bien, pero no tiene arco, sino una línea recta hacia la nada.

La personalidad frankesteiniana de esta chica aúna la cursilería máxima con una pretensión desesperada de woman power mal traído. Ni pasión, ni dolor, ni ternura. Solo agenda y sopor.

No se entiende. Si tenemos problemas con una película que va de una tía tonta y menesterosa de piel blanca como la nieve, cuyo único objetivo es hacer tartas, dar agua a los pajaritos y ser dignificada por un tío más fuerte y listo que ella, pues no hagamos esta película. Es evidente que ha sido refilmada y remendada hasta la ebriedad.

El feminismo que despliega es si cabe más infantil que el de Barbie, aunque comparte sus ideas fuerza, que las chicas no limpian (en esta ocasión la princesa no recoge la casa de los enanitos, ni cocina, pese a estar hospedada en su casa de gorra mientras ellos curran en la mina), y en general que las chicas son mejores.

A tal efecto, se han cargado al príncipe, ese apologeta del abuso sexual, que tenía la cancelada costumbre de besar a una fémina dormida, ese presunto agresor sin consentimiento previo; ese individuo azul, demasiado heteronormativo y peligrosamente romántico, ha desaparecido y, en su lugar, emerge un pazguato, feúcho e intrascendente que no interesa a nadie, ni siquiera a Blancanieves.

A propósito de limpiar: en esta versión, los 'siete compañeros de piso' se encargan del polvo y los platos, 'los hombres también limpian'. ¡Qué idea tan revolucionaria! ¡Hagamos una película entera sobre eso!

Por supuesto, no hay enanos. O sí, pero no. Los enanos han sido sustituidos por criaturas generadas con CGI, muñecos digitales espeluznantes (de verdad que aterradores de feos), para evitar caer en la caricaturización de las personas con acondroplasia. ¿Y dónde están los actores reales, no tienen derecho a trabajar? ¿Se los ha tragado el wokismo? ¿Se les ha sustituido por píxeles inclusivos? ¡Todos al paro! ¡Respeto por desaparición!

Al ver la película todo parece indicar que se han hecho un lío con su wokismo frenético. Después de armar la historia sin los enanos, sustituyéndolos por siete guerrilleros anodinos, el resultado quedaba tan cutre que fabricaron y pegaron a los siete mineros bajitos (Computer-Generated Imagery) que aclaran, no son humanos, en un guirigay de tramas superficiales mal cosidas que piden a gritos ser exterminados por la reina.

La madrastra, el único personaje con algo de tensión, pero que aparece poquísimo y tampoco está desarrollado. La gran ausente, tan mal utilizada, que dan ganas de aplaudir cada vez que sale como cuando aparece un cameo famoso en una serie mala. El público, por cierto, desea que triunfe y mate a la pedorra de Blancanieves que es inaguantable, por su buenismo lacerante, sin quitar la cara de mentecata en todo el filme, pero sobre todo por su falta de humor, ironía y chispa. ¡Por favor, que la mate y que se acabe de una vez!

Porque sí: es larga y desquiciadamente aburrida. No hay sutileza. No hay inteligencia. Ni tampoco modernidad. En cuanto a la música, es un musical, plagado de diálogo entonados sin fuerza ni recuerdo que se han intercalado para salvar los corta pegas groseros de la edición; atrás quedaron las melodías gloriosas de la casa, que tanto hemos disfrutado de niños y adultos; la banda sonora es ramplona, almibarada y tediosa.

¡Echo de menos a Chaikovski! Hay que reconocerlo, las mejores obras de Disney fueron clasistas, machistas y racistas. Esto es algo que cualquier bípedo de formación y sensibilidad moderadas sabía desde la primera vez que vio La bella durmiente, Cenicienta, Blancanieves… todas películas que reproducen un esquema paradigmático en la compañía del ratón Mickey: joven desvalida, pava y sumisa versus varón poderoso que la rescata cautivado exclusivamente por su belleza física. La historia del machismo social, literario y gráfico, la recreación multicolor del paternalismo, el retrato psicológico de todas y cada una de nuestras taras como especie, una por una.

Sinceramente, no creo que existan productos tan obsoletos filosóficamente como los icónicos del emporio de los sueños… Y, sin embargo, ¡cuánto nos gustaban y cuánto sueño nos produce el Disney igualitario y correcto! ¿Eh?

Me pregunto por qué han hecho esta película si no les gusta la historia en absoluto. Que inventen otra. O al menos que la destruyan bien. Este live action es un naufragio estético, narrativo y moral que termina tan flojo y epidérmico como empieza (un somnífero desde la primera secuencia, lo cual tiene mucho mérito); el final se agradece sinceramente.

Y así se nos van cantando hora y cuarenta y nueve minutos de vida que no volverán. ¡Ay dolor! Ni rastro de risa, ni tampoco emoción, nada hermoso, ni sentimental, y nada que trascienda, salvo su intrascendencia.

La película ha tenido un glorioso 2,1 sobre 10 en IMDb, antes de que la plataforma ocultara las valoraciones, probablemente para frenar el escándalo. No olvidemos que pertenece a Amazon, y los conflictos de intereses no se borran tan fácil como las críticas.

En Rotten Tomatoes y Metacritic apenas hay datos oficiales, pero el veredicto popular es claro: una de las peores películas de Disney, al nivel de Cars 2 o Dragonball Evolution. Blancanieves no es una película: es una penitencia digital. Y uno sale del cine deseando solo una cosa: que venga la bruja, reparta manzanas y apague la luz.